Cuando las ausencias golpean de improviso, la melancolía suele postrarnos en un estado de sopor que dura lo que su presencia en nuestra memoria. A mí me sucedió hace unos días.

Una vez más, San Silvestre se alejaba. Faltaban minutos para la medianoche y el año agonizaba entre petardos, serpentinas y botellas descorchadas. Noté vacíos. Fue entonces cuando sentí esa inconfundible sensación de vértigo que, de común, acompaña al recuerdo de quienes se fueron.

Habíamos acabado de cenar y, cumpliendo la tradición, apenas sonaron las doce campanadas nos abrazamos alborozados pidiendo salud con la convicción de quien espera que las cosas sucedan a fuerza de desearlas.

Como en un ritual, todos, jóvenes y mayores, nos vimos envueltos, de pronto, en un torbellino de felicitaciones sorprendente por lo extraordinario y de todo punto irracional. No en vano, lo que pretendíamos era algo tan descabellado como protección frente a los implacables mandobles del tiempo.

Pero no solo amparo frente al discurrir de las horas. También la creación de empleo estable y digno formaba parte de los ingenuos deseos. Y el final de los recortes y el cerco a la corrupción y la regeneración política y la imparcialidad de los medios y la independencia judicial.

Exactamente, las mismas peticiones formuladas doce meses antes. Sueños a los que vimos levantar el vuelo muy pronto y alejarse aleteando en desbandada sobre una realidad definida por la ausencia de certezas y la celebración del oscurantismo, la confusión y la trampa.

Hablo de corrupción y del descrédito de las instituciones donde anida. Del egoísmo de una clase política servil y narcisista. De la mediocridad de ciertos dirigentes y del cinismo de algunos gobernantes. De quienes posibilitan que el mérito se quede sin recompensa, la honradez sin elogio y el engaño sin censura. De la impunidad con la que algunos mienten, manipulan ó delinquen. Hablo de biografías truncadas, de irritación y hastío. También, de una sociedad indiferente.

En un tiempo en el que la línea divisoria que debiera separar de manera inequívoca la verdad de la mentira, o lo justo de lo injusto, es una quimera, mi deseo pudiera parecer un desvarío. Sin embargo, me niego a silenciarlo.

Lo repito año tras año. Ojalá, esta vez, se haga realidad y los responsables se comprometan a conservar esta gran casa que llamamos mundo y se confabulen para hacerla habitable más allá de razas, creencias o ideologías. Al fin y al cabo, nunca fue nuestra. Nos ha sido prestada de manera gratuita por un breve período y cuando nos hayamos ido, no tardando, otros la ocuparán.

En cuanto a ti, desconocido y estimado lector, te emplazo para el próximo enero en esta misma columna.

Entretanto, salud.