Quizá por ser Navidad, andamos estos días con la sensibilidad a flor de piel, más pendientes de nuestros mayores que de costumbre y de las sonrisas cómplices de los niños que, singularmente, inundan calles y plazas desafiando al frío y la lluvia. Será por esa razón o no, el caso es que este primer artículo del año no voy a dedicarlo al ámbito político, y eso que hay leña para mucho fuego. Tiempo habrá de ello en próximas citas. Además, convendrán conmigo en que bastante espacio ocupa ya en tertulias radiofónicas, programas de televisión y páginas de periódicos como para insistir en esta especie de ulular que protagonizan nuestros dirigentes públicos.

Como les digo, hoy no toca. Y, aún a riesgo de que más de uno se sorprenda a poco que mire la fotografía que suele acompañar a este texto, los insto a reflexionar sobre las peculiares virtudes que acredita un sector como es el de los peluqueros y las peluqueras. Y trato de explicarme. A mi modo de ver, estos profesionales del corte, la estética y la modulación constituyen ese bálsamo contra el desasosiego y la soledad. Las conversaciones que se entremezclan entre el zumbido del secador y el tintineo de las tijeras son igual o más profundas que las que podemos escuchar en sesudos debates. Más allá de la semejanza con la realidad de la vida, suponen el altavoz voluntario de las preocupaciones de muchos hogares y otorgan el necesario respiro a quienes se involucran en ellas.

Mi modesto homenaje a este sector castigado por la crisis, la presión fiscal y, en menor medida, por la galopante alopecia de algunos, entre los que, como es obvio, se encuentra quien suscribe. Les animo a frecuentar estos cenáculos del saber popular, a valorar como se merecen sus abnegados trabajadores y a compartir sus sueños y anhelos en medio del rizado, de las mechas californianas, del corte "pixie" o del fino peinado.

Pues, eso, ¡feliz año!