Si en Navidad hay algo que nos pone a casi todos de acuerdo es la ilusión de la noche de los Reyes Magos, sobre todo en aquellas casas en las que hay niños, o en las que, habiendo crecido ya, se ha mantenido una pizca de ingenuidad frente a tanta barbarie. Porque, más allá de si eran tres, reyes, magos y de Oriente, lo cierto es que en la mente de los niños, y en el recuerdo de los mayores, es una noche de magia donde todo es posible sin necesidad de preguntas baladíes como por dónde entran los camellos a beber y comer, o cómo les da tiempo a los Reyes a repartir los regalos en una noche ni más ni menos que a todo el mundo, por mucho que nos durmamos antes que ninguna otra.

Sin embargo, cada vez resulta más difícil mantener esta magia en los más pequeños, porque, aunque niños, no son idiotas y el asunto se está poniendo muy complicado. Hace unas décadas a nuestros Reyes Magos, de corte cristiano, les surgió un serio competidor, pagano este, el gran Papá Noel. Pero pronto se solventó sin alterar lo esencial para los niños, la ilusión. Ahora eran dos noches y no una sola la de más o menos insomnio a cambio de más regalos, o, al menos, de dos emociones palpitantes.

Pero ambos magos, que Papá Noel también afronta los mismos retos para entregar los regalos y similares aficiones culinarias sus renos, cada vez tienen más difícil su principal función, crear ilusión en los niños. La publicidad inmisericorde con la que nos bombardean hace que haya que ser muy niño para no percatarse de que los Reyes y el amigo Papá Noel deben de tener como gran elemento mágico una tarjeta Visa, porque pagar, lo que se dice pagar, pagan como todo hijo de vecino lo que nos regalan, lo que, evidentemente, merma un tanto su poder. Aún más traba supone la retransmisión de las cabalgatas, o la presencia de Papá Noel y los Reyes en centros comerciales y calles. Y ello no solo porque ahora a los pequeños, bien despiertos, por cierto, les empieza a rondar por la cabeza cómo es posible estar en tantos sitios a la vez y, sobre todo, cómo se puede tener aspecto tan dispar, porque en lo que a disfraz se refiere, más allá de que la alcaldesa de Madrid diga que es una forma de juego, no siempre se está a la altura de las circunstancias y la chapuza del traje de todo a un euro está a la orden del día. Y por si fuera poco, cuando los disfrazados son personajes públicos no dudan en hacer declaraciones desvelando qué rey serán, vaya a ser que no se les reconozca y su buena acción pase desapercibida. A esto hay que añadir, pese a los tiempos multirraciales que corren, que en la mayoría de las ocasiones el betún de Baltasar no resiste ni el primer lanzamiento de caramelos.

Con todo, ahí siguen nuestros niños imperturbables a tanto despropósito al que ahora puede añadirse uno más: una señora disfrazada de rey mago, como ha comentado la señora Carmena, supongo que por aquello de una cierta paridad. Así que, ya puestos, metamos un par de camellas en la cabalgata y una rena fornida acompañando a Rudolf y así le damos un toque igualitario al asunto.

Trasladar el problema de la igualdad a la cabalgata de los Reyes Magos es, cuanto menos, una tontería descomunal que ni aporta nada a la solución del problema real, ni contribuye a la magia de esa noche. Y defender la ocurrencia apelando a que el disfraz es un juego (en efecto, el juego está en su esencia desde su origen como se ve desde el teatro al carnaval) es una irreverencia a lo más importante de todas y cada una de las noches, y de los días, la ilusión de un niño.

Luis M. Esteban Martín (Zamora)