Probablemente, y más visto lo visto, uno de los defectos que con más urgencia ha de ser corregido es el sistema de voto que supone que, una vez emitido, el votante pierde durante toda la legislatura cualquier control sobre el elegido, dejando a la buena voluntad de este el destino final de su decisión. Así, una vez que los ciudadanos hemos elegido a quienes han de representarnos y, no lo olvidemos, dentro de qué partido y, por lo tanto, con qué programa electoral, e incluso en qué orden en la lista de diputados, nuestro candidato pasa a gestionar nuestra voluntad como tiene a bien. Y esto, que ya de por sí presupone una prueba de confianza digna de encomio, va aún más allá cuando el diputado electo decide, con nuestro voto, abandonar las filas del partido, pero no su escaño, que considera de su uso y disfrute apelando a que él es el destinatario de los votos y, por lo tanto, el depositario de la voluntad del votante, despreciando que en un elevadísimo porcentaje él no es más que un nombre desconocido en un partido, que es al que sí conoce el ciudadano.

Ante esta situación, poco podemos hacer los ciudadanos cuando los partidos políticos, unos porque creen firmemente en ello y otros porque se escudan en que la ley no la pueden cambiar, nos presentan listas cerradas y bloqueadas. Pero aceptando con resignación esta situación, no estaría de más que los políticos, ahora que tanto se habla de regeneración, superación de bipartidismos, incluso de cambio de sistema político (esto último en boca de Pablo Iglesias, profesor de Ciencias Políticas, merece comentario aparte), se planteasen seriamente la responsabilidad, y la deuda, que recae sobre ellos con los votos que les entregamos los ciudadanos y, desde luego, sería un ejercicio de democracia más que saludable que los ciudadanos exigiésemos dicha responsabilidad y penalizásemos en las urnas a quienes consideremos que directamente han traicionado nuestra confianza.

Cuando en una campaña electoral como la aún caliente, donde ni una sola de las encuestas, desde las primeras a las llamadas israelitas, daba la más mínima posibilidad a que ninguno de los partidos obtuviese la mayoría absoluta de diputados, hemos escuchado a los candidatos hablar como si todos fuesen a ganar las elecciones y, por lo tanto, especialmente los que a la postre han sido y eran los mayoritarios, los hemos visto cómo eludían de manera explícita la pregunta de con quién pactarían en caso, más que cierto, insisto, de no obtener la mayoría absoluta, reafirmando que ellos estaban para ganar las elecciones, los pactos de gobierno que puedan salir, si es que salen, no pueden ser menos que un fraude para la mayoría de votantes.

Porque ahora nos encontramos con lo que nos encontramos y si estos mismos políticos mantienen lo dicho habrá que ir a unas nuevas elecciones y si no, que mucho me temo que será lo que ocurra, a aquellos votantes que creyeron con fe ciega que su partido ganaría por mayoría absoluta solo les quedará la resignación al ver cómo su voto sirve para una coalición que no hubieran ni imaginado; y la mayoría de quienes suspiramos en campaña por que nos dijesen con quién se produciría dicha coalición, de pasar lo que ha pasado, para así poder valorar el destino final de nuestro voto, solo nos quedará el rechinar de dientes y, así lo espero, castigar severamente en las próximas elecciones a quienes o nos han ocultado sus intenciones, o, sencillamente, nos han ninguneado bajo el disfraz de representarnos.

Si de verdad nuestros políticos quieren regenerar la política española, no estaría de más que empezasen por dignificar el valor que tiene cada voto y no estimar que, una vez emitido, es una patente de corso y, como tal, apto para cualquier despropósito o cambalache con tal de acceder al poder o impedir que otro lo haga, depreciando la esencia misma de la política, la confrontación ideológica para el bien común, y del propio individuo: el respeto.

Luis Mariano Esteban Martín (Zamora)