Vemos en algunas casas la fotografía de una misma persona cuando era niño de pocos años -o de pocos meses; incluso pocos días- y otra fotografía de la misma persona en su edad actual, tal vez de varias décadas. La imagen que presenta es completamente distinta: a la tersura de la piel del pequeño responde en el mayor una cara con la piel bastante menos tersa y, a veces, hasta cubierta de arrugas delatoras del tiempo pasado. Miramos las fotografías y decimos -mentalmente o en voz alta-: ¡Cómo ha pasado el tiempo!

De la misma manera ocurre en publicaciones dedicadas a la biografía de personajes célebres por algún motivo; o de personas no tan célebres que, por cualquier circunstancia, se consideran interesantes para el público que va a mirar la publicación. Nos presentan al personaje en la cuna, o en brazos de alguno de sus familiares. Y, tal vez, van siguiendo la trayectoria de esa persona, por sus años de escolar, de bachiller, de universitario? Sin lugar a dudas conocemos la diferencia que se va reflejando en los distintos momentos de la vida de esa persona.

De igual manera ocurre cuando en la Historia Sagrada o en cualquier otro libro nos presentan la biografía de Jesús de Nazareth. No es igual el Jesús que aparece en brazos de Simeón el día de su circuncisión; o el que asustó a sus padres por su ausencia no esperada, hallado después en el templo de Jerusalén, que el que recorría los caminos y las aldeas de Galilea o Judea. Y eso que la vida de Jesús duró solo 33 años, desde su nacimiento en Belén y su infancia y adolescencia en la entonces pequeñísima Nazareth y la plenitud de sus treinta años cuando recorría lo que se ha llamado Tierra Santa, precisamente porque la hollaron sus sagrados pies. Incluso nuestra imaginación es capaz de forjarnos una imagen de un Jesús sexagenario, con su barba y cabello plateados y las señales de un imposible tiempo pasado por aquel cuerpo que quiso adoptar el Hijo de Dios, para que fuera sacrificado en el Gólgota en sustitución de los hombres prevaricadores en el Paraíso.

En estos días, igual que desde hace muchísimos años -siglos incluso-, celebramos la Navidad; para los cristianos se repite todos los años el nacimiento del Niño Jesús. Proliferan los belenes en toda la Cristiandad y, sobre todo, en este nuestro mundo mediterráneo latino. Y eso con sus particularidades dictadas por la creencia total o fragmentada del misterio. A mi avanzada edad, alguien me ha hecho notar, en publicaciones respetables, cómo en pueblos situados más al norte, no es igual el papel atribuido a san José que el que nos dice el Evangelio y nuestros nacimientos mediterráneos pregonan. Es significativo cómo, en aquellos nacimientos, José permanece algo apartado del grupo íntimo que forman la Virgen y el Niño.

Pero mi interés del momento me lleva a un detalle fundamental. Cualquiera de nosotros podemos formularnos la pregunta a la que hemos respondido en el párrafo primero: "¿Cuántos años han transcurrido desde que nació Jesús en Belén y el momento actual?" La friolera de 2015 años, nos dice el calendario. Sin embargo el Niño Jesús que contemplamos en la parroquia y en tantos belenes como admiramos en una ciudad grande nos aparece como un recién nacido. La realidad visible no responde a la ficción que hemos supuesto líneas arriba. ¿Es eso un milagro? El verdadero milagro no es que nos presenten en los nacimientos un bebé igual todos los años. El verdadero milagro es que todos lo admitimos tal y como nos lo ofrecen y a nadie se nos ocurre atribuir una gran mentira a la liturgia anual de la Iglesia. Admitimos como moneda de cambio que una persona nacida hace 2015 años comparezca ante nuestra presencia como recién nacido; y, si me apuran, como si hubiera nacido en nuestra residencia esta noche (escribo el 24 de diciembre) en lugar de haberlo hecho hace 2015 años en Belén, entonces minúscula aldea y ahora gran ciudad moderna. Hasta aquello es diferente: entonces sucedió en un establo; ahora el lugar del nacimiento se nos presenta como un oscuro y pequeño rincón (casi ridículo) en el subsuelo de una gran iglesia muy adornada con numerosas y fastuosas lámparas.