Acababa de pasar el viaducto cuando los primeros jirones me azotaron el rostro. La niebla se había levantado justo delante de mí, en la isla de las Pallas, y en un instante desaparecieron las moreras y chopos que me flanqueaban.

Surgió entre las salgueras de la orilla por sorpresa. Sin perder tiempo avanzó hacia Trascastillo, río abajo, y de inmediato, rodeó el convento de las Dominicas Dueñas de Cabañales. Tras las celosías se oían salmos. Era la hora tercia y el jubiloso canto de las hermanas en absoluto presagiaba lo que estaba a punto de suceder.

Pegada al agua, dejó atrás las aceñas. Salvó sin dificultad las azudas de Olivares. Cruzó la plaza de San Claudio. Ascendió, veloz, por las peñas de Santa Marta. Franqueó la puerta del Obispo y subió la pequeña cuesta hasta alcanzar los tilos de la parte alta. Finalmente, ocupó el atrio de la catedral, trepó por las gárgolas hasta la cúpula del templo y no cejó en su avance hasta ver la torre del Salvador definitivamente doblegada.

Con diligencia y destreza, la niebla había hecho suyo el paisaje.

Ni los tajamares del puente de piedra, enfrentados durante siglos a impetuosas avenidas, resistieron el formidable empuje. En un momento se desvanecieron, y con ellos las espadañas cristianas que surgían de la judería y las azoteas, torreones, cúpulas, portones y arcadas de los arrabales más bajos. Incluso, las barbacanas y cubos de la muralla sucumbieron.

La niebla usurpaba formas, velaba cosas. Era tan densa que el aire se hizo irrespirable y, a medida que avanzaba, el mundo se convertía en un laberinto tan solo presentido. Nada emergía en aquel universo sin geometrías y con la pérdida de la última realidad visible la ciudad quedó definitivamente sin referencias. Sin una certeza siquiera a la que aferrarse.

Fue entonces cuando se oyeron gemidos lejanos como de perros heridos o de mujeres apaleadas y cuando los Tres Árboles se poblaron de espectros que me seguían de cerca vagando entre las moreras. No los veía, pero oía sus pisadas en la hojarasca y podía sentir su aliento húmedo en la cara.

Mientras, ajeno al desastre y más allá de los inciertos cañaverales, el susurro de las aguas del río Duero era, una vez más, la conciencia de una ciudad entrañable a pesar de su apatía.

Se había hecho tarde y hacía frío. Finalizaba noviembre, el mes que más amaba nuestro paisano Claudio. Ya de vuelta a casa, recordé sus versos: "Todos llevamos una ciudad dentro. Ciudad que nos alienta y nos acusa: la ciudad del alma. Calles, sonidos de campanas y de pasos? el aire, el temple del Duero, las piedras que nos fecundan?".