Uno de los últimos nombres conocidos en sumarse a la larga nómina de defraudadores fiscales en España ha sido el de la soprano Monserrat Caballé. La lista de personajes famosos, muchos de ellos políticos, artistas y deportistas, es a lo largo de estos últimos años más amplia de lo que, "a priori", nos podríamos siquiera imaginar. Supone uno de los delitos más repulsivos que, paradójicamente, lo cometen con mayor asiduidad y beligerancia quienes menos necesidad tienen o más dinero acumulan. Hay están los casos de la familia Pujol, de Iñaki Urdangarín, de la tenista Arantxa Sánchez Vicario o de los futbolistas Messi y Marcherano, a los que a buena pluma podemos añadir los de Isabel Pantoja, el cocinero Sergi Arola o la cantante Ana Torroja.

El delito fiscal es un mal endémico que sigue sin ser atajado como se debiera y en todas y cada una de sus múltiples vertientes, máxime cuando representa en torno al 25 por ciento del PIB español. De ahí que el Gobierno que salga de las urnas tiene también el deber de afrontar como una cuestión de Estado este ominoso asunto, cuyas escandalosas cifras superan los 250.000 millones de euros. Todo un despropósito que, lejos de corregirse, se ha extendido a lo largo de los últimos años de la crisis, con ritmos de crecimiento del orden de 15.000 millones de euros anuales.

Podemos pensar y coincidir en las atávicas causas de este incívico comportamiento, pero a ellas habría que añadir también la propia complejidad del sistema fiscal, que ejerce de factor de disuasión en lugar de facilitar el cumplimiento del pago de impuestos, así como el trato desigual de la Administración, como lo demuestran las cuantiosas deudas de los clubes de fútbol. Y junto a ello no hay que desdeñar la propia moral fiscal de los ciudadanos, azuzados en muchos casos por un mensaje proclive al engaño y a la avaricia, aunque sea a pequeña escala.

El abanico del fraude fiscal se despliega desde el simple pago sin factura hasta las triquiñuelas con las Sicav (Sociedades de Inversión de Capital Variable), lo que produce la retroalimentación de la propia economía sumergida. Un lastre que exige a partes iguales la aplicación estricta de la ley y la aprobación de medidas contundentes en materia de concienciación social. No se trata exclusivamente de redoblar esfuerzos en el área de la inspección fiscal cuando "nada es suficiente para quien lo suficiente es poco", como decía Epicuro, sino de inculcar entre los ciudadanos un verdadero sentimiento de corresponsabilidad y de patriotismo. Porque no hay nada más patriótico que cumplir escrupulosamente con el pago de los impuestos que a cada uno nos corresponde abonar y, paralelamente, no hay nada más antipatriótico y abyecto que engañar al fisco, evadiendo impuestos y cometiendo un fraude con la caja común de todos los españoles. Por eso mismo no logro entender a quienes, como he escuchado estos días en algunas tertulias radiofónicas, defienden a capa y espada la españolidad de Monserrat Caballé y lo mucho y bueno que ha reportado su profesión a nuestro país. Ese tipo de defensa no hace sino alimentar ese distanciamiento entre el administrado y lo público, cuando lo que debería hacerse es condenar sin paliativos una conducta tan impropia y antipatriótica. Si, como advertía el anuncio, Hacienda somos todos, no se pueden admitir tratos de favor hacia determinadas personas y empresas, y mucho menos se debe exculpar a quien, a sabiendas, defrauda impunemente, evade impuestos o traslada sus finanzas a países más benévolos para escapar al fisco español. Esos, por mucho que vistamos el muñeco, no merecen ni una pizca de compasión, ni mucho menos llevar el sello de ciudadano español.