Cuando el maldito individualismo no había penetrado aún en la mente colectiva occidental, nadie pensaba siquiera en subir un día a la cima del Anapurna o Peña Trevinca con el único motivo de querer subir allí. Nadie necesitaba probar el agua fresca, virgen de luz, del Tera, para calmar otra sed. Y nadie trataba de explicar que, si faltaba un trozo de pan en una boca, ninguna voz tenía derecho a pedir recursos para llevar a cabo la frivolidad de subir y subir porque sí. Aunque nuestros equivocados comportamientos no han sabido aún gestionar la identidad individual, exagerándola hasta el individualismo, este error nos ha puesto en las manos nuevas herramientas con las que enfrentar los problemas de siempre. Los objetivos que nos marquemos serán los que sean, preciosos, precisos, sinceros, secretos del corazón, quizás. Pero lo trascendental nos debe llevar a identificar qué realidad en qué momento y con qué compañeras y compañeros.

Al apurar dos mil quince, cada vez más gente tiene claro que queremos sin cursiva subir al pico más alto del igualitarismo, y que sería una contradicción si no lo hiciéramos todas juntas. Que deseamos transformar las sociedades para vivir en un lugar donde la desigualdad se convierta en fósil lingüístico o en recuerdo sociológico. Pero para beber el agua del manantial que nace, para llegar algún día al horizonte que existe, pero que hoy no es posible alcanzar, necesitamos ponernos botas, mancharnos de barro, abrigarnos, identificar que el enemigo no somos los seres humanos ni la montaña, sino cómo la caminamos, sino el sistema injusto y cruel que nosotras mismas hemos construido y que, dramáticamente, parece que nos supera. Hay que saber ver las cadenas y que a ellas estamos atadas para dejar claro quiénes somos. Hay que sentarse en un salón barroco de millonarios, en una basílica majestuosa, en un despacho oval, en un congreso rancio y, así, solo así, tomar consciencia de la complejidad. Y sin complejos.

Si queremos subir la montaña tendremos que abrir antes la puerta del refugio que mantenemos caliente con leña, leña que, por cierto, ni siquiera hemos recogido nosotros. Un refugio alternativo y chulo, sin duda, pero que sirve únicamente a quienes estamos dentro, no a la mujer que pare obligada, ni al trabajador que pasa frío, ni al niño sirio aniquilado de la memoria; no a la abuela silenciada, ni al toro humillado, ni al hermano marroquí despreciado, ni a los esclavos del coltán machacados.

Cuando hablamos de la ilusión de la gente no lo hacemos para prender una llama de electoralismo efímero. Cuando hablamos de ilusión hablamos de consciencia, de conciencia. Un estado que comenzó a despertar, de nuevo, ese día de mayo no muy lejano y que a veces parece hacerse el remolón entre las sábanas, o frotarse los ojos delante de la ventana deslumbrante, pero que no quiere volver atrás. La consciencia es un naturaleza colectiva creciente, irregular, diversa y, sobre todo, poderosa. Tienen miedo de ese estado de realismo que hemos aprendido. Miedo de que, a "pouquiños" y sin descanso, vayamos interiorizando el hecho de que, algún día, plantaremos cara. Quizás hoy.

Miedo de nuestra honradez, del alma justa de un pueblo cabreado y capaz. Miedo del cambio. El próximo veinte de diciembre se escuchará una explosión electoral morada cuya onda expansiva llegará, con trabajo y humildad, y pensando en Miguel Romero, a las realidades multicolores política y social. Con esos tres pilares maestros conquistados no habrá vuelta atrás. Podemos es mucho más de lo que parece o se ve. Podemos es el intento de la inteligencia colectiva por expresarse en el momento actual. Y el esfuerzo exige eso, la colectividad. Somos más y más fuertes. Somos más y más justos. Por primera vez nos invitan a bajar de las gradas al campo. Si lo hacemos, habremos dado el primer paso.

¿Vamos?