Tiene razón la ministra italiana de Defensa Roberta Pinotti cuando dice que el mayor error que podríamos cometer es pensar que lo que ocurre "es un conflicto entre Oriente y Occidente", es decir una guerra de civilizaciones.

El califato, es decir el sedicente Estado islámico, se aprovecha de la disolución de ciertos Estados árabes y desafía no sólo a Occidente, sino también a los islamistas moderados, a quienes también "golpea por infieles".

Un especialista francés en geopolítica, Bernard Guetta, ha buceado en la historia de los países árabes en busca de explicaciones: el islamismo nace a comienzo de los años treinta con la creación en Egipto de los Hermanos Musulmanes, movimiento que creció rápidamente en un Medio Oriente dominado por las potencias coloniales: Francia y Gran Bretaña.

Su objetivo no era declarar la guerra a Occidente, sino reforzar los vínculos recíprocos a través de la religión, que era su identidad común. Los Hermanos Musulmanes, nos recuerda Guetta, no querían saber nada de comunismo, de socialismo o liberalismo, consideradas todas ellas ideologías occidentales.

De esa manera se convirtieron en "la mayor fuerza política" de esa región y fue objeto de persecución por parte de todas las dictaduras árabes, ya fuesen prosoviéticas o proestadounidenses, las mismas que se habían dedicado antes a limpiar sus países de comunistas y demócratas.

El mayor problema vino cuando los soviéticos invadieron Afganistán y los norteamericanos, con su mentalidad de guerra fría, decidieron combatirlos utilizando a las brigadas musulmanas reclutadas en todo el mundo árabe gracias al dinero saudí: los que el presidente Ronald Reagan llamó "luchadores de la libertad", y de los que saldría Al Qaeda. De aquellos polvos vienen ahora estos lodos. El resultado es un movimiento de fanáticos sunitas que ha sabido aprovechar el vacío de poder creado por las intervenciones de Occidente en Irak y Libia y trata de sembrar el caos en todas partes, golpeando ciegamente tanto a los que considera responsables de aquéllas como a los grupos chiíes o próximos a esa corriente del islam, como los alauitas sirios, o a los países que considera todavía demasiado abiertos y liberales como Túnez.

Un movimiento que se nutre además de voluntarios reclutados en todas las comunidades musulmanes del planeta y que explota la sensación de desarraigo de muchos jóvenes de ese origen que viven en países occidentales a quienes, ofreciéndoles una falsa heroicidad, trata de ganar para su causa supuestamente religiosa y que ocupa ahora el lugar que antes ocupaban ideologías como la marxista.

Como explica el novelista anglo-paquistaní Hanif Kureishi, autor de "Mi hijo, el fanático", esos pescadores en río revuelto aprovechan "el vacío que han dejado el colonialismo y el fracaso del marxismo" y ofrecen a los jóvenes en busca de identidad y del sentido de la vida, lo que no deja de ser una "nueva forma de fascismo", que proporciona respuestas fáciles y que no admite preguntas.

"El neoliberalismo carece de ética. Lo único que debe hacer el individuo es trabajar para ser rico, convertirse en una máquina de hacer dinero que le permita obtener un determinado estatus", critica Kureishi, para quien mucho de lo que sucede tiene que ver "con la incapacidad de nuestra sociedad para darles (a los jóvenes) valores sólidos sobre los que construir y soñar".