Una vez cumplidos los años de cotización previstos por la ley, me jubilé de la Enseñanza Secundaria en las aulas no por haberme cansado de explicar Lengua Castellana y Literatura. Salí zumbando porque me había cambiado la personalidad. En vez de profesor (lo que me gustaba y gusta, lo que hizo ganar un par de oposiciones), me había convertido en un burócrata, en una pieza de una administración ineficiente a causa del papeleo, la rigidez y las formalidades superfluas. Cada semana contaba el tiempo empleado en lo que antes se llamaba "dar clase" y comprobaba con espanto que se reducía más y más mientras aumentaba el relleno de memorias, formularios, respuestas a circulares, elaboración de programaciones (didácticas o docentes o de aula o de qué sé yo qué), escritura de actas y actas y actas de reuniones y reuniones y reuniones? Me había convertido, por mandato de la autoridad competente, en un papeleador, en un papeleante, en alguien que acarrea carpetas por su instituto, de una dependencia a otra y sin que nadie les echase una ojeada, o que se dejaba las horas respondiendo email tras email, a cual más pintoresco y desdichado, expelidos desde cualquier covachuela administrativa y radicalmente inútiles. Porque si tanto afán hubiese valido para mejorar la calidad de la enseñanza, para formar e informar, bien habría estado. Pero, jornada a jornada, me veía sumido en ese marasmo absurdo sabiéndolo inútil. Me veía obedeciendo las ocurrentes instrucciones del ministro de turno, vertidas a través del consejero de turno, vigiladas por el inspector de turno, el director, la CCP, el CE y la madre del cordero siglero. Mientras tanto, los alumnos aguardaban en el pasillo a ver si les enseñaba a hablar y a escribir en correcto español y les contagiaba el placer de la lectura. Desolado, dejé caer la tiza en vertical y me fui a casa. Me fui con gasolina en el depósito, con fuerza y arranque, con ánimo para seguir siendo profesor, pero no para continuar como servil burócrata de cada nuevo lenguaje que el alto cargo de turno malcopiaba del primer sistema educativo extranjero que le vendía cualquier asesor majagranzas. Pues bien, ahora llega la Lomce y, como era de esperar, trae aparejado un nuevo lenguaje, preñado de mentecateces y majaderías lingüísticas que ocuparán el tiempo que los docentes deberían emplear en la enseñanza en el aula. Un paso más hacia la destrucción del noble arte de enseñar. La he leído y no doy crédito (como los bancos). Está escrita, claro, en ese neoespañol papanatas y desquiciado que tanto parece excitar a sus redactores, quienes quizá sublimen con él a saber qué turbios tormentos subconscientes. Y un titán hay que ser para empaparse de esos nuevos términos que, en definitiva, se refieren a la realidad de siempre, pero que parecen cambiarlo todo para que nada cambie en verdad, salvo a peor: hacia más fracaso escolar y más desesperación del profesorado. Aunque el desglose de tanta banalidad merezca acaso más artículos que el presente, hoy les traigo como aperitivo unos cuantos términos "lomceros", tomados de varias webs, como botón de muestra del caos que se avecina. Veamos. ¿Qué es ahora un currículo? Ahí va la definición: "La regulación de los elementos que determinan los procesos de enseñanza y aprendizaje para cada una de las enseñanzas y etapas educativas". ¿Qué son las competencias?: "Las capacidades para aplicar de forma integrada los contenidos". ¿Qué son los estándares de aprendizaje evaluables: "Las especificaciones de los criterios de evaluación que permiten definir los resultados de aprendizaje". Aunque, ojito: "Su diseño debe contribuir y facilitar el diseño de pruebas estandarizadas y comparables". Me pregunto: ¿Qué será una "forma integrada" que, además, "se aplica"? ¿Qué será una "especificación" que "permite definir"? ¿Qué será un "diseño" que contribuye y facilita un "diseño" nada menos que de "pruebas estandarizadas"? ¿En qué vertedero mental han aprendido español estos pedagogos asesores políticos? Seguiremos informando.