Claudio, amigo: No te quedes sorprendido, que la interrupción que hago de tu descanso eterno no implica que vuelvas a meterte en los problemas de nuestra ciudad. No es tanta la diferencia de cómo tú la dejaste comparada con la ciudad actual. Claro que desde la eternidad podemos diferir en nuestras opiniones. Ahora necesito sentir y participar de tu compañía. Vayamos al grano: Como recordarás, en donde hoy día está el edificio del Consejo Consultivo antaño estaban Las Adoratrices, un reformatorio para jóvenes descarriadas y que parece ser que tuvieron que cerrar por falta de género. Y no estaba en su programa monjil ocuparse de los hombres descarriados. ¿Por qué esta desatención para con los pobres hombres descarriados? Las monjas seguramente salieron por la tangente si es que les sugirieron la cristiana atención a clientela tan extensa y dirían: ahí tienen a sus padres o a sus esposas, que los aguanten ellos. Por eso me dirijo a ti porque sé que no te importa meterte aquí con este mocerío y con tanto descarriado. Como los conoces mejor que yo, solo me cabe escuchar tu voz que en plan pregón nos sueltas: ¡Que vengan, hoy que no se cobra,! que vienen con la esperanza del que ofrece su obra, su juventud al aire! Nadie recoja su corazón aún! Ya se que es tarde pero vendrán, vendrán.

Estoy convencido de que un paseo por tu poesía nos va a dejar como nuevos a toda la cuadrilla, que ya estamos preparados y así expresamos nuestro contento. ¡Nunca serenos! ¡Siempre con vino encima! Es solo el comienzo, pronto subiremos el tono que va ser la moneda de cambio en este nuevo reformatorio. De momento diremos adiós a las monjas, que no las vamos a meter en mayores trotes y subiremos más las actuales tapias del representativo edificio, pensadas para vetustos consejeros y no por el peligro de escaladas, sino porque la bulla del mocerío no vaya a escandalizar a ciudad tan pegada a sus sueños. Que esto es solo el comienzo. ¡Mirad, mirad cómo corre el vino y cuánta, entre pecho y espalda cuánta madre de amistad fiel nos riega y nos desbroza!? Contad conmigo? Claro que te queremos aquí con nosotros, que nos enseñes todo lo que sabes de nosotros mismos y de nuestra ciudad, que vuelvas de tus pasos sobre el puente, de con los de la mala tierra. Volver a oír la música del río, aliento mío hondo, fundador de ciudades, río Duradero. Que lo tenemos a las puertas queriendo entrar, así no vamos a tener sitio para todos los amigos de la ciudad. ¡Oiga, señor alcalde, que solo pasen los de tierra de sentado pan y vino moro! ¿No oye ya sonar los pasos en esta acera, en este callejón que da a la vida? ¡Buena la hemos armado con los amigos, el alcalde y el mismo río que nunca se había salido de sus casillas y ahora no sabemos cómo quitárnoslo de encima!

Nos unimos al poeta, haciéndonos preguntas: ¿Y qué hago yo en esta ciudad? Si aquí ya no hay ni banderas ni murallas ni torres. ¿Por qué ciudades junto a ríos fundadas en el orgullo roquero? ¿Cómo fortificar aquí la vida? ¿Con tanta plaza fuerte, hondo foso, recia almena, amurallado cerco? Solo el voraz espacio y el relente de otoño. Si creía que ella, la bien cercada, mal cercado os tuvo el corazón.

No podré habitarte, ciudad cercana. Siempre seré huésped, nunca vecino. ¿Por qué ese cambio de tono si no hemos empezado a recorrer por los vericuetos de la ciudad y ya el poeta tiene los peores presagios, y mira a las nubes para aligerar la carga de sus emociones. En el camino percibo que mi paso era distinto sobre tierra roja, que sonaba más seco, como si no llevase un hombre en su dimensión. Cambian la nubes de forma, los manantiales contienen hacia fuera su silencio. Yo soy un surco más, no un camino que desabre el tiempo. Seguir es mi única esperanza. Y nos damos tiempo antes de entrar en la ciudad, digo si no sería mejor esperar. Claudio, ¿por qué te haces esas preguntas que nos rompen el corazón? ¿Por las huestes que rinden la torre de la enseña blanca y abren aquel portillo?

Entramos en la ciudad, por los barrios a los que llega el murmullo del río, en aquel río donde se lava todo, bajo el puente. Me imagino que tú, pasado el puente, te dijiste: atrás dejo todo. Solo puedo imaginar cuánta madre de amistad fiel nos riega y nos desbroza. Recuerdo las gentes que vivían por el barrio, artesanos, zapateros y sastres que nos arreglaban los zapatos y trajes, que nos pasábamos en las familias numerosas. En los tallercitos recortes de periódicos en las paredes con Carlos Gardel, o Joselito, el torero. Tú conociste a un personaje que inmortalizaste en tus versos, Eugenio de Luelmo, y que fijaste en el aire la amplitud del compás de sus piernas o que jugaba de verdad con sus cartas sin marca. Ya cuesta arriba o cuesta abajo, hacia la plaza o hacia tu taller, todo nos mira ahora de soslayo. Y esto lo digo como propio, alojando en la memoria la figura de Eugenio, que no sabemos en qué aguas se ha metido. Mucho, en poco tiempo mucho ha terminado.

Eugenio, ¿estábais mecidos por el murmullo del río, y os veíais a diario, en el trabajo cercano o en las partidas de cartas? ¿Y por qué las casas del barrio ahora están vacías, acaso pensábais no querríais veros ya más en el futuro como vecinos? Con tan negro presente ¿sobrevivirá el barrio? No veo ni la llama del yunque del herrero, martillando el hierro ni huelo el olor del vino que se escapa de las bodegas.

¿Y adónde habrán ido a parar los hijos y nietos de Eugenio? ¿Guardarán el recuerdo de su abuelo y de los juegos de sus compañeros en la calle?

Avancemos hasta llegar a las antiguas huertas ,convertidas hoy en solares yermos con basuras ,y nos acercamos a la base rocosa de las murallas. Allí, doy con mi frente en la roca varias veces, hasta poder entender la obstinación que demostraron sus moradores ,y que prefirieron liberarse de la antigua ciudad sitiada con sus fosos y altas almenas y en donde el murmullo del río les confirmaba que era lo único que iba a permanecer igual y para siempre.

Acabo y me despido de Claudio, compañero y amigo, con estos versos suyos y solicitando el perdón por el atrevimiento de haberle embarcado en este encuentro para alivio de todos los descarriados.

Y estás sola/ tú noche, enloquecida de justicia/ anonadada de misericordia, sobre este barrio trémulo al que nadie/ vendrá porque es la historia/ de todos, pero al que tú siempre en andas -y en volandas,/ llevas, y traes, y hieres, y enamoras/ sin que nadie lo sepa/ sin que nadie oiga el ruido/ de tus inmensos pulsos, que desbordan.