Cada día conocemos un poco más y mejor la trama urdida para proceder a los atentados en París. El drama está ahí, muy vivo en nuestra retina (más aún en quienes la vivieron en primera persona), convencidos de que debemos poner todos los medios a nuestro alcance para impedir que esto se repita de nuevo. Pero la verdad es que no estamos seguros de que sea posible. Cuanto más conocemos al Estado Islámico (el ISIS, o como se quiera denominar), más nos damos cuenta de que sus perversas virtudes se afanan en mostrar nuestras debilidades. Ahora nos toca recuperarnos del impacto y actuar como sociedad confiando en la seguridad de nuestros valores democráticos. La intervención de distintos países europeos en la coalición contra el EI ha hecho que pase de ser una zona de reclutamiento, en mayor medida, a objetivo.

El paradigma ha cambiado y sabemos lo complicado que es combatir a un enemigo cuyos rasgos distintivos son los mismos que otras muchas personas corrientes. El hábil uso de las redes sociales, el amargor y falta de integración han hecho que muchos jóvenes europeos hayan caídos seducidos, en su desencanto, bajo el nefasto abrazo del EI. Hasta su cruel violencia, para la mayoría repugnante, que difunden sin pudor en Internet, se ha convertido en un elemento que les permite alardear de su fiereza, determinación y, ante todo, de sus convicciones, aunque sea incomprensible para quienes defendemos la dignidad humana.

El islam es la fuente de la que beben, confundiendo la fe de Mahoma con el simple odio y fanatismo. Claro que hay 1.800 millones de creyentes en el mundo. La mayoría son suníes, otros chiíes, además de existir otras corrientes minoritarias. De entre ellos, se estima que 400 millones son fundamentalistas y, de entre estos, 75 tienen tendencias yihadistas. No hay duda de que la cifra es enorme, sobre todo, porque si pensamos que 8 terroristas son capaces de sembrar el terror de esta forma y de infligir tan poderoso daño, no queremos ni pensar lo que podría suceder si otros cuantos miles deciden seguir el mismo camino.

Por todo ello, nos toca actuar con la cabeza fría. Nos enfrentamos ante un enemigo despiadado y líquido, porque no podemos distinguirlo solo con mirarlo a los ojos. El yihadista se camufla entre la población civil y debemos separarlo del gran rebaño de creyentes pacíficos. Así, las reacciones que se han dado de repulsa y solidaridad han venido acompañadas de la condena taxativa de diversas comunidades musulmanas europeas contrarias a la barbarie cometida en París. Su oportuno paso no debería quedarse tan solo ahí, los Gobiernos deben convencerse de que la única manera de erosionar el suelo a los radicales es mostrar de forma más pertinaz la integración de los musulmanes como ciudadanos europeos. La ignorancia y el desconocimiento son un elemento inductor del prejuicio que genera este clima de animadversión y rechazo y, por lo tanto, es clave combatirlo. Son muy escasos los musulmanes entre la élite política y económica de nuestros países y, por eso, pasan bastante desapercibidos y eso es un grave error. Hemos de hacerlos visibles en la normalidad de la convivencia. Porque solidarizarnos con las víctimas de París y con todos los afectados por el terrorismo (procedan de donde procedan) debería convertirse, para que resulte eficaz, en un compromiso social integrador. Pues opino que esta guerra contra el terror no se puede solo enfocar desde unos términos equívocamente militares. Francia acaba de lanzar una intensa campaña de bombardeos sobre la capital del EI, Raqqa y la cumbre del G20 debate aumentar los controles en fronteras y aeropuertos. Así, destruir al EI se ha convertido en una prioridad absoluta, pero, tristemente, solo cuando eso ha supuesto una amenaza contra Occidente.

Tenemos que ser más inteligentes y sutiles. El mejor homenaje a las víctimas no es solo el buscar a los culpables y destruir el EI por tierra, mar o aire, sino lograr su definitiva derrota moral, un proceso que ha de comenzar aquí y ahora, buscando el modo de acometer un proceso de integración que, hasta la fecha, se ha mostrado insuficiente. Los atentados han afectado a nuestras formas de vida y libertades porque han sido amenazadas. De ahí que nos toque asumirlo y aceptar la responsabilidad que comporta la interculturalidad. Es un sueño, lo sé, pero es la única forma eficaz que existe para que el yihadismo pierda su razón de ser.

No infravaloremos al EI como hemos hecho hasta ahora. Nadie creía que una cuadrilla de fanáticos fuera capaz de gestionar un territorio tan extenso como Gran Bretaña y con relativo éxito. Pero así ha sido, aprovechándose de la debilidad estatal de Irak y Siria. Cuenta con importantes medios para sufragar sus operaciones, gracias a los ingresos obtenidos por los secuestros, el contrabando de petróleo y obras de arte y, últimamente, por el inefable tráfico de refugiados? El EI gestiona un presupuesto de más de 2.000 millones de dólares, amén de otras ayudas que pueda recibir de grupos simpatizantes. Así es como mantiene su actividad militar y conserva alta, con prebendas, la moral de sus combatientes.

Ahora bien, la internacionalización del conflicto para el EI ha resultado sencilla. Solo ha necesitado un grupo de creyentes de arrojado fanatismo, una mínima preparación militar, conseguir explosivos y diversas armas, y elegir un lugar en donde sabe que puede hacer el suficiente daño. Aunque todo esto necesita cierta logística que deja rastros, así es como las fuerzas de seguridad europeas han desmantelado a muchos grupos yihadistas.

El terror no opera ya solo en lejanos desiertos, sino en casa. Pero no reaccionemos como él quiere que lo hagamos, con actos de venganza o rencor, sino con serenidad. No es la libertad lo que está en juego en Europa, sino nuestros singulares valores, la conciencia de hacer posible un mundo mejor frente a los fanatismos (y da igual de donde procedan).

(*) Doctor en Historia Contemporánea