Me parece que la barbarie terrorista no va a tener un final rápido y mucho menos feliz. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, ha puesto de manifiesto que la violencia es una espiral que una vez introducida en la vida de los hombres solo hace que crecer. Todas las generaciones se han hecho preguntas y más preguntas, pero la respuesta definitiva reside en el interior del hombre y no resulta fácil de cambiar.

El libro del Génesis nos relata la primera historia de terror y violencia, la muerte de Abel a manos de Caín, su propio hermano. Sin embargo, el problema se agudiza cuando la violencia se transforma en todo un sistema de desarrollo para algunas instituciones. Si la violencia se sumerge en las estructuras, entonces sí que es más difícil de superar. Porque el corazón del hombre tiene siempre una disposición, aunque sea pequeña, al cambio. Pero las estructuras enquistadas por la violencia no suelen abrir corazones, pues no suelen tenerlos y construyen los entramados para pervertir el interior del ser humano.

Los grupos terroristas de índole radical, lejos de argumentar con las razones religiosas, se han adentrado en una dinámica de violencia, ajena a cualquier principio teológico, pero que utilizan como instrumento para mantener un nivel social, un reconocimiento internacional y, sobre todo, un abultado negocio que se sustenta en la injusticia, en el miedo, en la deshumanización y en la violencia.

No cabe en el siglo XXI este tipo de estructuras violentas y como tales merecen el rechazo de la sociedad entera. Pero tampoco caben las ambiguas respuestas de quienes durante siglos hemos abanderado el liderazgo de la razón, desde la ética, la libertad y la fe. Responder a la violencia con una demostración de la potencia militar solo engendrará más violencia, aunque eso sí, un suculento negocio.

Los caminos para superar esta espiral no pueden asentarse en los cimientos de la agresividad, sino en los valores que nos han constituido como pueblo y como civilización. Las relaciones basadas en códigos morales verdaderos, como la fraternidad, y la supremacía de la vida humana sobre el resto de intereses personales o estructurales son las claves para construir un mundo que nos acerque más al deseado reino de Dios. Ceder a la simple dinámica del dinero nos ha conducido a una vida esclavizante, que ha dado alas a las ideologías enemigas del ser humano. No hay nada más contrario al reino de Dios que el poder del dinero, semilla de la codicia y del terror.