Educación, derechos, infancia? fueron palabras que resonaron con fuerza estos días en el acto de la firma de un convenio entre la Consejería de Educación y Unicef. Un acuerdo necesario para promover los derechos de los más pequeños en el ámbito educativo, ese escenario en el que, junto al familiar, va a determinar no solo que un niño adquiera conocimientos de matemáticas, sino también que aprenda a asumir sin complejos un papel activo en la futura toma de decisiones, defendiendo una ciudadanía exenta de desigualdades.

No es la primera vez, ni la última, que desde aquí haga un llamamiento por una educación globalizadora, esencial y comprometida, sencillamente porque es la base de toda seña de identidad de cualquier sociedad que pretenda reflejarse en el espejo de los valores y la responsabilidad. De ello va a depender que las generaciones futuras puedan exhibir un comportamiento individual y colectivo que discrimine toda actitud abyecta y propugne, en cambio, una cultura social sin odios ni hipocresía. Un reto difícil y extraordinario, sin duda, pero que supone el legado más importante que profesores y padres podemos aportar a nuestros hijos.

La inversión pública más alta debería ser en el campo del saber, en una educación vista por encima de la mera instrucción y, por supuesto, de la sumisión y del adoctrinamiento al que determinadas decisiones políticas nos quieren conducir. Y un pacto nacional por la enseñanza, ajeno al vaivén político y a los desvaríos territoriales, sería un buen principio. Una educación, en suma, que nos empuje a pensar y a modular nuestro propio comportamiento para que hagamos honor a la condición humana que nos caracteriza o que, al menos, debería caracterizarnos. No olvidemos que el conocimiento es ese otro alimento imprescindible para crecer en paz y en libertad, la herramienta más fina con la que moldear una sociedad pujante y solidaria. De esa apuesta saldríamos ganando todos sin excepción.