Escribe Jorge Luis Borges en su poema "Aquí. Hoy": "Ya somos el olvido que seremos. / El polvo elemental que nos ignora / y que fue el rojo Adán y que es ahora / todos los hombres, y que no veremos. // Ya somos en la tumba las dos fechas / del principio y del término, la caja, / la obscena corrupción y la mortaja, / los ritos de la muerte y las endechas. // No soy el insensato que se aferra / al mágico sonido de su nombre; / pienso con esperanza en aquel hombre // que no sabrá que fui sobre la tierra. / Bajo el indiferente azul del cielo / esta meditación es un consuelo".

De este poema el primer verso da título, como a esta columna, a un hermosísimo libro del colombiano Héctor Abad Faciolince, un maravilloso alegato contra toda violencia, la del fanatismo que mató a su padre en su Medellín natal y cualquier otra de las formas en las que habitualmente se manifiesta en las más cotidianas y grises zonas de la convivencia humana.

Es también un ejercicio de exaltación sencilla y dulce del amor puro e incondicional de un padre por sus hijos y la huella indeleble que ese amor deja en sus almas y vidas. Por esto y por algo muy personal quería traer a estas letras al argentino y al colombiano. Rondaba aún en el aire el acre aroma de la muerte, endulzado sin embargo por la ternura del recuerdo, tras el fallecimiento esta semana de mi padre. Sorbía la sal de la vida licuada en lágrimas perfumadas de infinito agradecimiento, cuando el presente volvió a vapulearnos con la tragedia de París y a recordarnos que todos somos uno, en lo personal y en lo universal.

Todos somos el bien y el mal. La belleza y la barbarie. Los más tiernos sentimientos y las más aterradoras acciones. La penicilina y el Kalashnikov. Todos somos el cordero y el lobo. Todos la vida y todos la muerte. El maestro y el alumno. Todos Caín, todos Abel. Todos el Adán que recita Borges y todos el último hombre que habite un día la Tierra. Todos el barro con el que el Alfarero nos dio forma y el polvo elemental del que nació y en el que morirá el Universo que, en un minúsculo e insignificante fragmento del tiempo y del espacio, habitamos. Todos la flor y el estiércol. Y sin embargo a cada uno se nos ha dotado del albedrío para, en cada instante y circunstancia, hacer el bien o sembrar el mal.

En lo universal la tragedia de París fue un episodio que sigue y antecede a otros en un río sin fin. En lo personal, me quedo con los versos que como epígrafe recoge Abad Faciolince del poeta alemán-israelí Yehuda Amijai (1924-2000): "Y por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre".

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