El evangelio de hoy, ya al final del Año litúrgico, nos adentra en la idea del final de los tiempos. El final del mundo es una cuestión siempre abierta e inquietante para todos: creyentes y no creyentes.

¿Qué ocurrirá después de la muerte? ¿Tiene este mundo final? El evangelista Marcos utiliza un lenguaje apocalíptico de tinieblas, tribulaciones, estrellas que caen y ejércitos celestiales que tiemblan. Es solo un lenguaje que transmite una enseñanza clara: "El cielo y la tierra pasarán, pero la Palabra de Dios permanece".

Nadie sabe el día ni la hora, pero sí sabemos que hay un final de la vida y del mundo. Si nos quedamos solo mirando el final del mundo o de los tiempos, podemos caer en una tristeza agónica, casi de desilusión y desesperación: ¿vale la pena tanto esfuerzo humano, tanta caridad cristiana para que luego al final todo se diluya en el olvido y el caos?

No hay que perder el tiempo descifrando signos que nos permitan saber cuándo ocurrirá el final de los tiempos. La actitud correcta es otra: vigilar, estar atentos, manteniendo viva la esperanza. El mensaje de Jesús nos concede la esperanza como compañera de viaje. Todo pasa, pero hay algo que permanece: la Palabra de Dios. Hay algo más allá del caos o la destrucción. Es la promesa de Dios: "mis palabras no pasarán".

Y las palabras de Dios no son voces anónimas, sin sentido, sino diálogos amorosos entre el Creador y sus criaturas, entre Dios y sus hijos. Diálogo que llega a su cumbre en Cristo Jesús, Palabra de Dios hecha carne.

Y estas son las Palabras de Dios: hijos, amor, fe, esperanza, caridad. Bellas palabras que no se las puede llevar el viento, sino que tienen la seguridad de una promesa escrita con Sangre redentora: "estaréis conmigo en el paraíso". No caminamos hacia la nada y el vacío. Nos espera el abrazo con Dios.

No es el final de los tiempos una amenaza para el hombre, sino simplemente una noticia anunciada. Hay final de todo, pero no de Dios y sus criaturas. Él nos tiene prometida la vida eterna, quién cree en Él vivirá, su Palabra es Palabra de vida eterna.

Cuando vivimos de la mano de la fe y del amor, la vida se abre en un horizonte de esperanza, que supera cualquier angustia. Y la esperanza, cuando nos fiamos de la promesa de Dios, "no defrauda".