La luna, apenas se llega a ver, porque las nubes se han puesto pesadas, aunque en un momento dado su luz consiga filtrarse por una pequeña hendidura de la persiana hasta estrellarse sobre la vieja mesa de la habitación. Una mesa, donde descansa un buen número de libros y cuadernos, anárquicamente depositados. Allí, mezclados al aligui, hay fechas y datos de historias acaecidas en un pasado más o menos próximo. Desde la ventana, puede verse una de las más plazas más antiguas de la ciudad, y también una de las más emblemáticas, pues no en vano, acoge en su regazo el Palacio del Cordón y la iglesia de Santa Lucía.

Como la noche invita a dar un paseo, el individuo que allí vive decide dejar a un lado los papeles, y salir un rato a tomar el aire. En un pispás ya está en la calle, plantado justo en el ángulo que forman las rúas de la Zapatería y la Manteca, desde donde disfruta de una panorámica irrepetible, pues a las dos edificaciones, antes citadas, se les une, allá en todo lo alto, la espigada torre de la iglesia de San Cipriano.

La plaza de Santa Lucía no solo no ha acusado el paso del tiempo, sino que, más bien, parece haber rejuvenecido, pues ahora su aspecto es más limpio y aseado. Ha recuperado el lustre de sus edificios más singulares, especialmente los históricos como el palacio y la iglesia, como también han sido rehabilitadas algunas casas de vecinos o construidas otras nuevas con el mismo y singular aspecto de siempre.

Desde tan privilegiado punto de observación, aquel individuo recuerda que, el Palacio del Cordón, que hoy acoge el Museo de la Ciudad, antes fue vaquería de los Arroyo, sin duda, una actividad muy diferente a lo que hoy desarrolla el museo. De la misma manera le vienen a la memoria aquellos días en los que la iglesia se encontraba abierta al culto, y zamoranos procedentes de todos los barrios celebraban el día de la patrona yendo a adorar la reliquia. Hoy permanece cerrada, acogiendo parte de los fondos artísticos del museo que pueden ser visitados un día a la semana.

Desde su observatorio, no puede por menos de echar en falta la presencia de aquellas tiendas de antaño, como la de comestibles que regentaba Modesto, que ocupaban los bajos de las casas. Arriba de la plaza se encontraba la posada de la señora Paca, después la farmacia y el estanco, pasando por la carnicería de Benjamín o la pescadería de los Iglesias, y alguna otra que no alcanza a recordar.

Desde el silencio de la noche que se le está viniendo encima, puede llegar a escuchar ecos del pasado que le devuelven el bullicio de una plaza llena de niños; de innumerables chavales que correteaban por allí en la segunda mitad del siglo pasado. Por allí, retozaban los San Esteban y Bartolomé, que luego serían excelentes pintores, los incontables hermanos de Joseíto -que llegó a jugar en el Real Madrid- los Arroyo, los Antón, los García -como Paco, que mas tarde deleitaría con tortilla a sus paisanos en el Antonio- los Ariza cuyos tapizados nunca fueron superados, o Alito el destacado tallista que dejó su impronta en varias mesas de nuestra Semana Santa, y tantos otros personajes conocidos, como Demetrio Madrid, quienes, con su animada presencia, hacían innecesaria la televisión que, por cierto, comenzaba sus andanzas por aquellos años.

Y es que como las familias de entonces solían ser numerosas, la plaza siempre aparecía ocupada por una chiquillería que nunca se cansaba de hacerse notar. Ahora se encuentra silenciosa, porque han desaparecido los rapaces y apenas existe actividad comercial. Pero eso no es una excepción en la ciudad, ya que, desafortunadamente, apenas hay niños, y los pocos que existen entretienen su tiempo entre el ordenador y la televisión, y el comercio se encuentra concentrado en unas pocas calles y en los grandes centros comerciales.

Aquel individuo, dejándose llevar de sus recuerdos, llega a la conclusión que, a día de hoy, Santa Lucía ha perdido ese ambiente fraternal que le conferían sus antiguos moradores, que, en su mayor parte, ya no viven allí, o la han abandonado para siempre, como el muy querido Alfonso Bartolomé, que la plasmó multitud de veces en sus lienzos, para hacerla siempre presente.

Agotadas estas reflexiones, decide iniciar su paseo, Alfonso XII arriba, para una vez llegado a la Plaza Mayor, ser testigo de las notas de "El bolero de Algodre", que le hace llegar el carillón del Ayuntamiento, mientras siente como las piedras de las calles le van transmitiendo un agradable olor a agua de riego y a historias olvidadas.