Alguien dijo que la fortaleza consiste en asumir la propia fragilidad, y que el valor crece al hacerte cargo de tu propia historia.

Mientras esto escribo amanece en la ciudad vieja y cercada de Jerusalén, lugar donde conviven las tres grandes religiones monoteístas: la cristiana, la judía y la musulmana. Resuena la voz del almuédano, en esta tercera ciudad santa para los musulmanes, después de la Meca y de Medina. A lo lejos comienza a brillar la cúpula dorada de la Cúpula de la Roca, en la Explanada de las Mezquitas, donde en otro tiempo se alzara el Templo de Salomón, cuyo único muro conservado es actualmente considerado la sinagoga por excelencia del pueblo judío, donde Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo, Ismael para los islamistas, Isaac para los cristianos y judíos, donde Jacob vislumbró la escalera que llevaba al cielo, donde según la tradición judía surgió el mundo y donde según la fe musulmana Mahoma ascendió al cielo en el caballo alado Al Borak, acompañado por el ángel san Gabriel y realizó su célebre Viaje nocturno, en el que recibió la revelación.

La ciudad donde Cristo predicó la doctrina de la paz entre los hombres de buena voluntad, y por ella murió crucificado, donde se encuentra su Santo Sepulcro, centro de culto y veneración de los cristianos del mundo, también donde resucitó; la tierra prometida de los israelitas y por supuesto, el lugar donde ha vivido el pueblo palestino a lo largo de numerosos siglos.

Recorro el país, lo mismo que lo hizo a finales del siglo IV una mujer cristiana, llamada Egeria, al parecer berciana, gallega o incluso pudo haber sido zamorana, ya que Zamora en aquella época era la capital de la Gallaecia, provincia romana de Hispania. Ella se decidió a vivir su propia historia, por lo que empezó un largo peregrinaje hasta tierra santa, porque quería recorrer los lugares por donde estuvo Cristo, también los apóstoles y los mártires. De dicho viaje escribió un relato en latín vulgar, la lengua hablada en la época, que desgraciadamente se perdió, titulado "Itinerarium ad Loca Sancta" ("Itinerario a los lugares santos").

Sin embargo, lo conocemos fundamentalmente gracias a un abad de Montes, san Valerio, que en el siglo VII pudo consultar dicha obra autógrafa y sacó de ella una copia incompleta, que forma parte de "una Epístola de laude Aecheriae virginis, que envió a todos los monasterios del Bierzo, para que tomaran lección y ejemplo de esta mujer que olvidando su fragilidad, subió hasta el pétreo Monte Sinaí, cuya cumbre toca las nubes".

También conocemos la obra de esta escritora y viajera hispanorromana porque, además del extracto hecho por san Valerio, se conserva otra copia incompleta de su relato en un códice del siglo XI, escrita por un monje benedictino del monasterio de Montecassino en Italia llamado Pedro Diácono, que llegó a recopilar varios relatos sobre Tierra Santa y copió casi literalmente capítulos enteros de la crónica de Egeria. Por este último sabemos que contaba con numerosas ilustraciones o dibujos.

Ella llegó a recorrer miles de kilómetros. Las calzadas romanas llegaron a contar con 80.000. El viaje duró varios años, del 381 al 384.

Ya Constantino, el emperador de Occidente, tras su visión anterior a la batalla de Puente Milvio en Roma, en el año 319 contra Majencio, había acabado con la tetrarquía que dominaba los Imperios de Oriente y Occidente. Soñó que una voz le aconsejaba que llevara en sus lábaros la cruz de Cristo y vencería, por eso adoptó el cristianismo como religión oficial del Imperio, aunque en realidad él siguiera adorando al sol. Ya su madre santa Elena había viajado a Jerusalén, tras conocer el informe del obispo de la ciudad, Macario, quien lamentaba el pésimo estado en que se hallaban los lugares descritos en los evangelios para restaurarlos y encontró, según la leyenda, en el pozo de la cripta que lleva su nombre en el Santo Sepulcro, la cruz de Cristo donde resucitó un cadáver, y se puso de moda viajar hasta allí.

Por eso Egeria decidió visitar esa zona y desde la Gallaecia pasó a Italia, cruzó en barco el Adriático y llegó a Constantinopla, la actual Estambul en Turquía, pasó a Jerusalén, visitó Jericó, Nazaret, Cafarnaún, luego fue a Egipto, recorrió Alejandría, Tebas, el mar Rojo, Sinaí, de allí viajó hasta Antioquía, Edesa, Mesopotamia, Siria y de nuevo a Costantinopla donde se corta la narración.

Describió la Jerusalén del siglo IV de la que se conservaban los templos antiguos, los monumentos, las leyendas, la liturgia, los ritos, las costumbres, las fiestas. Muchos de esos vestigios permanecen sin apenas cambios, otros rehechos una y otra vez, a causa de las invasiones y los enfrentamientos entre pueblos en los que se predican valores universales que apenas nadie cumple.

Contemplé, como hizo Egeria hace tantos siglos, en un día sin viento, en la iglesia de Tabgha, al lado del Mar de Galilea, la peña donde Cristo comió con sus discípulos y vi la escalera lateral de la misma, que tanto le llamó a ella la atención.

Amanece en la ciudad cercada de Jerusalén (Yeru Salom o la Ciudad de la Paz), suenan sirenas en esta ciudad santa, y en estos momentos solo encuentro grandes desdichas, profunda tristeza, desolación.