Es una vergüenza", había dicho a veces desde la oposición, tras ver el lamentable estado de conservación del sofá y los sillones situados en el vestíbulo de la primera planta del viejo ayuntamiento, donde se sentaban los ciudadanos que querían consultar algo a los concejales o al alcalde, a los servicios de secretaría para trámites tan habituales como casarse. O los que esperaban pacientemente que alguien resolviese sus problemas, tan variados como la misma ciudad: que si tributos, que si licencias, que si multas, que si baches, que si no puedo más mira a ver si hay una ayuda, que me cortan el agua, la luz, la vida? También los periodistas que pacientemente esperaban el final de una reunión para informar al pueblo, en un ejercicio de servicio público poco agradecido siempre y tantas veces mal entendido.

Todos se sentaban en los desvencijados y arroñados sillones de la antesala del salón de plenos y de los despachos de la alcaldía. O se quedaban de pie tras ver que se hundían irremisiblemente en un amasijo de muelles amenazantes, tablas rotas e imposible tapizado que ya no podía disimular más el deterioro interior de lo que algún día fueran nobles sillones.

Recién llegados al gobierno municipal, muchos zamoranos hacían horas en el sofá esperando que los recibiera el alcalde o al menos los nuevos concejales, con la esperanza de que pudieran ayudarles.

"¡Es una vergüenza, que esperen en un sofá más arroñado que ellos, que ya es decir!"

Cerca de allí, en el despacho del alcalde, el sillón de este era más que decimonónico, casi medieval. De la época en que en lugar de despacho, la política se hacía a caballo y con armadura, en justas y torneos ganados en buena lid. Imposible pasar horas trabajando delante del ordenador o en la mesa del despacho sin acabar con un dolor de espalda que cualquier servicio de prevención, por mucho que hiciera la vista gorda, achacaría al diseño de una poltrona más pensada para mandar como un monarca medieval que para trabajar como un representante del pueblo.

Y en esto, aunque sin saberlo, se impuso la ergonomía. O sea, "el estudio de las condiciones de adaptación de un lugar de trabajo, una máquina, un vehículo, etc., a las características físicas y psicológicas del trabajador o el usuario".

Y, sin saber que se trataba de una ciencia, surgieron espontáneamente soluciones.

El alcalde dijo que quería un sillón nuevo, sencillo, como los de IKEA -con perdón de los comercios zamoranos que proveen de muebles sencillos y a buen precio-. Y tras consultar a técnicos y otros servicios municipales que no tenían previsto semejante gasto, con una sencilla conversación con la concejala de Cultura que usa su propia silla de ruedas, decidieron trasladar el digno sillón del concejal anterior del ramo, Víctor de la Parte, al despacho del alcalde Guarido, que no solo se ha conformado sino que está contento con un sillón de la "categoría" de concejal. Suficiente para trabajar. Porque todos los funcionarios municipales tienen un sillón similar al del alcalde. Algunos mucho mejor.

El mismo alcalde decidió que con el dinero de protocolo presupuestado este año y que no iba a utilizar por no ser mucho de tal -baste con decir que la comida del tan criticado embajador de Venezuela y de Cayo Lara se pagó a escote entre los compañeros de Izquierda Unida que asistieron, sin cargar ni un duro al Ayuntamiento- se arreglara el sofá donde los zamoranos esperaban todos los días para ser atendidos en sus demandas y problemas. Para que estuvieran cómodos o al menos sentados con la dignidad que el pueblo llano se merece.

De vuelta a la ergonomía, en este caso política, la decisión del alcalde fue tratar con dignidad al pueblo de Zamora cuando acude a su ayuntamiento arreglando los tres sofás existentes con 1.800 euros procedentes de su gasto de protocolo, antes que comprar un sillón de último diseño para que se viera por parte del mismo pueblo quién manda.

Ergonomía política fue decidir que es más importante la dignidad del sofá donde se sienta el pueblo, que el sillón donde lo hace su representante, el alcalde.

Eso sí. Tras la decisión, cuando nos preguntaron de qué color queríamos la tapicería, hubo un clamor, de bromas pero clamor: ¡rojo!

De bromas, pero porque el pueblo también ha decidido esta vez que los rojos destinados a las cunetas puedan sentarse por una vez en los escaños de las instituciones.

La historia se ha contado desde algunos medios de comunicación, incluso nacionales, como si se quisiera malgastar el dinero de los zamoranos cambiando la decoración al color rojo porque lo somos.

Que estén tranquilos: no es rojo, sino rosa. Porque el brocado es de flores rosas en lugar de la hoz y el martillo rojos. ¡Mecachis!

Esa es la historia que he vivido, y así la cuento.