El sábado estuve en la localidad salmantina de Cantalapiedra compartiendo el tiempo con varias decenas de mujeres rurales que se reunieron para, como vulgarmente se dice, hablar de sus cosas. La presidenta de la Federación de Asociaciones de Mujeres de la comarca de Peñaranda, Benita, me había invitado a impartir una conferencia. Y allí me presenté, sin nada preparado, simplemente dispuesto a escuchar a quienes han sido, son y seguirán siendo el sostén de la mayoría de hogares rurales de este país. Y sí, he escrito bien, a costa de que hoy pueda ganarme el desprecio de los hombres, que pensarán que ellos también han sido, son y seguirán siendo el puntal de los pueblos, lo cual es verdad, aunque con una diferencia que no debe pasarse por alto: ellas han sido las que, en mayor medida que los hombres, han tenido que emigrar. Un indicador muy significativo que habla por sí solo, ¿no creen?

Efectivamente, en la mayoría de las ocasiones, quien decide tomar y recorrer el camino de la emigración es porque percibe que en el lugar de nacimiento no hay futuro para, como habitualmente se dice, ganarse la vida. Y así debe ser, pues las cifras son incontestables. Por ejemplo, en Castilla y León, con datos del Padrón de 2014, en los municipios de menos de 2.000 habitantes residen 304.148 mujeres frente a 342.279 hombres; sin embargo, en los municipios con más de 10.000 habitantes y, de manera muy especial en las capitales de provincia, los números se invierten: 731.576 mujeres frente a 658.965 hombres. Y en Zamora sucede tres cuartos de lo mismo: en los municipios más pequeños la desproporción entre hombres y mujeres es considerable (43.478 mujeres frente a 46.460 hombres), al contrario que en las tres ciudades más pobladas de la provincia (Toro, Benavente y la capital), donde las mujeres (108.070) son más numerosas que los hombres (105.546). Y en Salamanca, como contaba ayer a las mujeres rurales en Cantalapiedra, ídem.

¿De qué hablan los números que he utilizado? ¿Solo son cifras o hay algo más? Las respuestas son obvias: las mujeres rurales son candidatas, en mayor proporción que los hombres, a abandonar el lugar de nacimiento. Y lo hacen porque la vida en los pueblos ha sido más difícil para ellas, aunque especialmente en un asunto de enorme transcendencia que suele pasarse por alto: la libertad. Sí, la libertad. Las pequeñas comunidades rurales, por su propia dinámica económica, social, política y cultural, han sido históricamente un freno para aquellas mujeres que aspiraban a romper los moldes tradicionales, es decir, a salirse de las normas, de lo establecido. No olvidemos que el componente machista que impregna las relaciones de pareja en las zonas rurales es mucho más elevado que en las ciudades. Ayer lo comprobé de nuevo en Cantalapiedra, cuando muchas mujeres declararon abiertamente que sus maridos, al saber que iban a reunirse, les habían hecho comentarios despectivos. Y estamos en 2015, no en los inicios de la prehistoria.