Celebrar hoy el Domingo Mundial de las Misiones nos recuerda, entre otras cosas, que el reparto de la pobreza sigue siendo escandalosamente desigual; es el principal problema de la humanidad. Los pobres no están solo en los países subdesarrollados. La globalización está haciendo surgir nuevos y variados rostros de pobres. El último boletín de Manos Unidas denuncia que más de 50 millones de personas, la cifra más alta desde la Segunda Guerra Mundial, están desplazadas por culpa de los conflictos armados, la mitad de ellos son niños que solo pueden aspirar a sobrevivir. Ante la globalización de la pobreza el papa Francisco advierte de la actual aparición de la "globalización de la indiferencia". ¿Podemos dejar que la solidaridad se enfríe como si tal cosa? ¿Puede alguien que tenga el corazón en su sitio mirar para otro lado o no sentir nada cuando los telediarios muestran el sufrimiento terrible de los "desheredados de la tierra"? Nuestro Maestro nos dejó bien claro, de palabra y obra, el encargo de no dejar nunca solos a los despreciados y olvidados, a los que no tengan con qué pagarnos. No caigamos en la tentación de apoltronarnos pensando que nuestros pequeños esfuerzos cotidianos son inútiles para cambiar el mundo.

No es precisamente eso lo que creen nuestros 13.000 misioneros españoles, 160 de ellos zamoranos. Todos estos "misioneros de la misericordia" son milagros silenciosos, manifestaciones palpables del amor que Dios tiene a la humanidad y, en particular, a los más pobres. A ellos brindo las palabras de una mujer que canta como un ángel y sabe mirar con los ojos del corazón, S. Arricibita: "hay milagros que se escapan a la vista, sin ruido, de incógnito y a escondidas; que no buscan la razón ni la conquista; que aparecen y nos dejan su caricia; milagros que transforman la vida cada día, milagros de puntillas, milagros casi con prisa que nos muestran de repente una salida cuando ya no confiamos en que exista; milagros con nombre y apellidos; milagros con sonrisa y con lágrimas vividas; hay milagros a cada paso de la vida". Tú y yo, amigo lector, también podemos ser un milagro para los demás, hoy y siempre, sin cruzar océanos o aprender idiomas. El milagro es el amor que nos sostiene. Y "el amor perfecto -decía santa Teresa de Jesús- tiene esta fuerza: que olvidamos nuestro contento para contentar a quienes amamos". Un milagro al alcance de cualquiera; no requiere una especial intervención divina.

Creyentes o no, todos llevamos en los genes esa capacidad de amar con creces. Don y tarea no solo para quienes se aventuran en países lejanos. Hacerlo cada día es la mejor forma de seguir multiplicando milagros.