En estos días falleció don Carlos de Borbón Dos Sicilias, infante de España nombrado por el rey don Juan Carlos. Fue una distinción otorgada por el rey a un primo hermano que, desde pequeño, fue un leal amigo y obediente súbdito. Dicen los periódicos que se trata del "último infante de España"; yo creo que será por ahora, ya que, si don Juan Carlos pudo nombrar al fallecido, don Felipe podrá otorgar en mismo título a alguna otra persona de sangre real y que no sea heredero del trono. Pero eso ahora no interesa tanto. Sí es importante la voluntad del difunto no atendida por el rey emérito. Don Carlos prefería ser enterrado en algún convento de Ciudad Real, provincia donde radica la finca en la que tenía su residencia. Pero don Juan Carlos ha estimado que el cuerpo de su querido primo debe estar enterrado en el cementerio de infantes de España, lugar que le corresponde por su condición de tal. Y, consecuente con la decisión real, la Casa del Rey ha decidido celebrar el funeral en El Escorial y -como ocurre cuando fallece una persona regia- el destino primero ha sido (y así lo han decidido) "el pudridero de infantes". Pasado el tiempo reglamentario, será exhumado y trasladado al destino definitivo que le corresponda.

¡Qué palabra tan tétrica, por una parte y evocadora, por otra. Es triste y grave la palabra, que en este caso no "hace pensar en la muerte", como dice el Diccionario de la RAE; sino que sigue al hecho de la muerte de una persona, digna de residir temporalmente en ese lugar de nombre tan desagradable. Otras personas yacen desde el primer momento en el lugar de su destino definitivo. Y, además, tal palabra alude a la podredumbre que indefectiblemente suele seguir al hecho del fallecimiento. Esta evocación de la podredumbre trae a la imaginación todos los fenómenos que seguirán en ese cuerpo, despojado de la vida y con ella del espíritu que constituye el otro elemento esencial en el hombre vivo. El "pudridero" es el lugar en que el cuerpo del difunto quedará sometido a la descomposición, con todos los procesos necesarios, hasta que vayan reduciéndose a cenizas todas las partes que no pertenecen a la osamenta. Cuando llegue el momento en el que allí solo queden huesos ya estará el resto listo para ser trasladado a su destino definitivo. Mientras tanto, ya sabemos lo que ocurrirá: el cuerpo inerte dará vida a unos seres inferiores que devorarán las sustancias comestibles para ellos. Las cenizas sustituirán a los músculos y demás componentes de lo que fue un cuerpo humano.

Y ahí sí que se producirá la igualdad predicada en los versos de Manrique. Se habla mucho -y más entre los políticos de ciertas ideologías- de la desigualdad existente entre los ciudadanos. Se echa de menos, en la vida, la acción de algún gobierno que procurara eliminar esas desigualdades, en algunos casos vergonzosas. Algún sistema de gobierno ha pregonado su intención de igualar; incluso en algún momento se ha pretendido y hasta -tal vez- se ha conseguido en algún aspecto accidental, ya que en lo esencial, se vistan como se vistan, todos los hombres poseen la misma naturaleza: cuerpo y alma (para quien admita esa denominación) o espíritu para quien sienta cierta repugnancia a hablar de alma.

La condición humana es tan peculiar que nadie ha conseguido esa igualdad ambicionada entre todos los hombres que residan en un mismo país. Pero llega la Gran Igualadora, la Muerte; y ahí sí que nadie se escapa. El suceso hace buena la afirmación de Jorge Manrique, inspirada, seguramente, por la visión del cuerpo inerte de su propio padre: aquel hombre, que había sido tanto, quedó reducido a la misma triste condición que experimentaba cualquiera de los que habían sido sus vasallos. Aquí, también, el cuerpo del infante de España, que fue don Carlos, ha entrado en "pudridero", como el de cualquier mortal por muy distante que se halle de la realeza.