La implicación directa de Rusia en el conflicto de Siria ha desatado todas las alarmas en la alianza occidental. Putin ha decidido apoyar de forma efectiva a su homólogo sirio enviándole armamento y facilitándole apoyo logístico y aéreo, que le ha permitido relanzar una ofensiva sobre los puntos claves que blinden el territorio que controla, los bastiones alauíes del mediterráneo, regiones de Latakia y Tartus, y del interior del país, Hama y Homs, hasta Damasco. El temor a que la guerra se prolongue hasta lo indecible planea con cierto pavor entre las potencias occidentales. La presión de los refugiados es muy fuerte y esta situación, de no apaciguarse, sería aún más grave. Sin embargo, nada de lo que sabemos nos puede hacer intuir con claridad su desenlace. El compromiso ruso, un tanto tardío, con Al Asad ha introducido una variable más, pero tampoco es que eso vaya a alterar demasiado un panorama de por sí complejo. Los turcos han avisado que no tolerarán la violación de su espacio aéreo y, según otras fuentes, varios de los misiles lanzados desde el mar Caspio por los rusos han ido a parar a Irán. Nadie desea que las llamas de este incendio se extiendan.

Pero, a pesar de todo esto, hay que admitir que la ayuda rusa ha sido imprescindible para que el régimen de Al Asad no se desmoronase, claro que, entonces, la guerra podría haberse acabado o bien se habría abierto una puerta para el horror y el avance del Estado Islámico. De momento, la mayor parte de los misiles y bombas rusos han caído en regiones controladas por las fuerzas rebeldes. Sin duda, las que más aprietan y amenazan la resistencia alauí. No conocemos la verdadera situación de las milicias de la Coalición Nacional Siria y no sabemos si este apuntalamiento del régimen podría favorecer un proceso de paz, viendo que ni el régimen ni la coalición son capaces de vencer. Pero, enquistado el problema la vía militar es la que se mantiene aunque nadie parece contar con las fuerzas suficientes para imponerse en este escenario. Mientras, el EI se está encargando de destruir la mítica ciudad de Palmira edificio a edificio. Se borran así miles de años de civilización, y lo que nos queda.

Tal vez, porque como seres humanos no merecemos conservar este Patrimonio. Sin voluntad de respetar los derechos y la dignidad humana cualquier resto de ese pasado es insignificante para los yihadistas o los fanáticos de turno.

Así que Europa mira impotente y expectante unos acontecimientos que no puede controlar. Solo Alemania, en la figura de su canciller, Angela Merkel, sabe lo que hay que hacer en esta hora trémula ofreciendo asilo y acogida a los miles de refugiados que llegan en masa huyendo de Siria y de otras partes del planeta. Es posible que no nos podamos poner en la piel de estas familias que lo han perdido todo pero, al menos, deberíamos sensibilizarnos con ellas. Porque, a pesar de tales horrores, la canciller está recibiendo fuertes críticas dentro y fuera del país por su generosa respuesta. Ella se reafirma, no sin cierta valentía política, en que no puede cerrar las fronteras a quienes huyen de guerras y dictaduras. Sabe por qué lo hace, no puede esquivar su conciencia a este respecto, a la responsabilidad alemana con su pasado. Admite que no hay una solución rápida y que es la tarea más difícil a la que se van a enfrentar desde la reunificación, hace 25 años; casualmente, se conmemora este año su aniversario. Sabe que esto es una carga muy grande, se estima en unos 15.000 millones de euros, pero confía en que la Unión Europa se comprometa en el reparto equitativo de los refugiados y ayude en este drama humanitario. "Es mi maldita obligación", arguyó con rabia y firmeza. Aunque admitió que esta marea humana se les está yendo de las manos aunque, frente a sus críticos, no cree que Alemania haya llegado a su límite de acogimiento.

Hacía tiempo, todo hay que decirlo, que un político no jugaba haciendo cálculos electorales. Merkel está dispuesta a dar el todo por el todo, no por su partido, no por su continuidad al frente de Alemania, sino por los refugiados, con un compromiso moral. La tarea que ha emprendido la canciller y que debería hacer lo propio Europa es un acto sin precedentes. Eso no significa que no haya dificultades de integración, de control de esta afluencia de personas por el interior de los territorios europeos, pero no hay otro remedio porque la alternativa, abandonarlos a la intemperie y a las mafias, es impensable.

Vivimos en un mundo globalizado. Los conflictos en el otro extremo del mundo acaban por afectarnos, el famoso efecto mariposa lo estamos viviendo. Europa, este vergel de paz y democracia, se enfrenta a la verdad de un desafío común cuando han revertido las corrientes de la Historia. En la actualidad, Europa recibe inmigrantes y ha de darlos acomodo pero, también, ha de mirar hacia afuera, sabedora de que debe actuar de una manera mucho más activa en la esfera internacional. Puede que todo esto afecte a nuestros niveles de vida, a la cohesión y coherencia de nuestros Estados pero no vivimos solos ni aislados, no podemos cerrar los ojos ni taparnos los oídos, ni ser insensibles, porque eso revierte contra nuestra propia humanidad y los valores que han hecho posible nuestro bienestar. La Historia se hace, es una corriente de agua que no se detiene nunca. No vivimos una realidad inasumible ni se trata de culpar a nadie, por supuesto, sino de encarar la cruda y tersa realidad.

Nosotros somos responsables del mundo en el que vivimos y, por lo tanto, no debemos fijarnos en nuestra simple comodidad sino en lo que podemos hacer por los demás. Garantizar la libertad y la democracia implica esfuerzos y retos permanentes.

La bondad cristiana no radica en vivir bien sino en comprometernos. Los sacrificios que nos toque hacer, en aras de estos refugiados, no es nada en comparación con el hecho de que ellos lo han perdido todo y nada tienen. Ayudarlos es nuestra obligación, no hay más.