Dos noticias recientes evidencian la sensación de parálisis y tendencia a aislarse de la (aún) primera superpotencia del planeta, EE UU, en el conflictivo escenario de Oriente Medio. Por un lado, la intervención militar de Rusia en Siria, en apoyo de su aliado y presidente del país, el sanguinario Bashar el-Assad, ha encontrado la pasividad por respuesta en el Washington de Barack Obama. Aunque, de puertas afuera, el régimen de Putin afirmaba bombardear posiciones de los extremistas de Estado Islámico, los que inicialmente recibieron los ataques fueron los rebeldes moderados que se oponen a El-Assad, así como población civil.

Por otro, la captura (durante unos días) de la ciudad de Kunduz, al norte de Afganistán, por parte de los talibanes, revela que Obama sigue sin poder deshacerse de la herencia de la administración Bush, 14 años después de implicarse en aquel país tras los atentados del 11S. Los talibanes no solo no han sido vencidos y expulsados, sino que recuperan posiciones ante un Gobierno afgano muy frágil, que vuelve a implorar a los norteamericanos que no se retiren completamente del país en 2016, tal como pretendía Obama.

Todo ello demuestra que, aunque en el frente diplomático el actual presidente estadounidense puede dejar un legado de distensión con enemigos históricos (como Irán o Cuba), cuando hay acción militar la superpotencia ofrece signos de no querer asumir más responsabilidades como "policía global" (ante los costes económicos y en vidas humanas que conlleva). Lo preocupante es que su lugar pueda ser ocupado por potencias regionales que muestran menos contemplaciones a la hora de conseguir sus objetivos hegemónicos, si no tienen contrapesos enfrente.