Europa es una memoria hecha de cicatrices", sostiene el medievalista francés Rémi Brague. Me parece una definición acertada. Europa es memoria porque no desdeña el valor de la tradición que nos constituye: la ética judeocristiana y la belleza de los conceptos griegos, el derecho romano y las luces de la Ilustración. Cuando no es mostrenca o meramente folclórica, la tradición despliega en el sustrato cultural de un país el sentido de lo clásico, esa voluntad de orden frente a la violencia de los instintos o la dictadura de la naturaleza. Pero, junto a la memoria, a Europa la conforman también las cicatrices, ya sean internas o externas: las guerras, los conflictos, la pobreza y la miseria. Las cicatrices nos enseñan a descreer de la utopía y de la imposible perfección social. Asumir esas heridas nos hace humanos.

En "Europe, la voie romane", Brague ha reflexionado exhaustivamente acerca del valor de la transmisión de la memoria como un valor característico de Occidente. Cuando el poeta Miquel Costa i Llobera escribió que nuestras raíces son romanas, se refería a algo similar. Nuestra raíces no son locales, sino universales; es decir, se extienden mucho más allá de nuestro tiempo y de nuestro espacio, más allá incluso de las circunstancias. La genética nos habla de ancestros comunes: es la historia de una mutua fertilización, al igual que en las religiones. El comercio ensanchó la geografía del mundo conocido, además de crear leyes e instituciones que regularon el tráfico de mercancías. La tradición actúa no solo como un elemento de cohesión social, sino también como un vínculo de confianza que depura los errores cometidos en el pasado. Es ella la que nos advierte de los peligros de ceder al orgullo de la razón dogmática o de la necesidad de aspirar continuamente a lo más excelso. La auténtica tradición depura, no es una idea fija. Toda cultura debe fluir sin cesar.

La lectura de Brague me ha hecho pensar, sin embargo, en los desafíos actuales de la educación. Vivimos en un mundo nuevo con prioridades nuevas. Por un lado se valora la creatividad del genio, del innovador radical. Por otro, se procede a una nivelación por abajo, que tiene mucho de ingeniería social. La corrección política, las modas intelectuales y la celeridad han destruido algunos de los cánones de belleza. La memoria como herramienta pedagógica sufre un profundo descrédito. Las cicatrices se ocultan -en los cuentos y relatos infantiles, por ejemplo- o se utilizan como instrumento político para aguijonear una sentimentalidad resentida. Europa se ha convertido en una amnesia mal cicatrizada. El cambio educativo apunta en esa dirección. Muchos jóvenes desconocen el abecé de la Literatura universal o el orden sucesivo de la Historia, que iría de Mesopotamia y Egipto a la actual centralidad de los Estados Unidos. En Japón se quiere suprimir la enseñanza de las Humanidades en la universidad.

Todo esto plantea interrogantes educativos. ¿Por qué prescindir de la tradición en los colegios? ¿No resulta absurdo abandonar de un modo tan ingenuo esa memoria clásica de la universalidad que nos ha constituido? ¿Al nivelar por abajo, no renunciamos a ser mejores? Y sin el conocimiento del pasado, ¿cómo se puede ser creativo?, ¿con relación a qué o a quién? ¿Qué permanecerá entonces de Europa sino una especie de decorado anacrónico? Una pedagogía que se asienta sobre el vacío no deja de ser un experimento particular y extraño. Al no creer en la memoria, dejamos de hacerlo en nosotros mismos. Y el futuro, incierto de por sí, se vuelve aún más opaco.