Ocho y hasta diez mujeres pajaresas se citan todos los domingos y festivos en un bar para jugar una larga partida a la brisca con dos barajas. Algunas han cumplido ya los setenta años. Es probable que le hubiera encantado verlas jugar a Paul Cézanne, que pintó cinco obras con jugadores campesinos provenzales como protagonistas; uno de estos cuadros lo compró un miembro de la familia real de Catar por 259 millones de dólares.

La brisca que juegan las mujeres pajaresas tiene su aquel. Hay dos organizadoras que reciben o piden señas con asiduidad y astucia. Para pedir un triunfo pequeño se dice un bisbís o un pelagatos; si se quiere que una compañera ponga un triunfo pequeño a una carta del contrario se le dice estorba. Al jugar con dos barajas, una de las jugadas más sabrosas se produce cuando un as mata a otro as; se suele celebrar con alborozo revolucionario.

Quién diría a sus madres que estas hijas no solo irían al bar los domingos por la mañana a tomar el aperitivo, sino a jugar por la tarde a las cartas, dos entretenimientos antaño exclusivamente masculinos, como las corroblas o meriendas. Los hombres solían jugarse el café, tanto al dominó como a las cartas, en este caso más al tute que a la brisca. El tresillo, el dominó, la garrafina, el chinchón, el subastado y el julepe eran juegos de más enjundia; el gilé, también llamado giley y cuarenta y una, era -y es- un juego de envite con apuestas a veces suculentas.

Las mujeres no se juegan el café a la brisca, sino dinero, aunque con mucha moderación: al empezar la partida cada jugadora pone en el bote dos céntimos de euro; las que ganan un juego, recogen el bote y se lo reparten; las que pierden, reponen el bote. En una mala tarde, una mujer puede perder treinta o cuarenta céntimos. Las que no tienen buen perder, aseguran que "no es por el dinero, sino por la honrilla".

Otros tiempos, otras modas y otras costumbres, signo evidente de la igualdad entre los sexos. En los pueblos cuesta mucho romper las tradiciones, pero al final se impone el sentido común. Nuestro refranero está plagado de alusiones peyorativas a la mujer, paradigma de tiempos pretéritos, cuando se decía aquello de "la mujer honrada, la pierna quebrada y en casa", "La mujer y la mesa, sujeta" o "Mujer que no para en casa, cadena en el pie y las manos en la masa".

Estos y otros refranes insultantes manifestaban el predominio de un machismo cerril, sazonado con una moral mezquina y aberrante. Afortunadamente, las mujeres de los pueblos no son hoy el reposo del gañán. No solo se han despojado de las toquillas y de las pañoletas, que las envejecían prematuramente, sino de unas sumisiones humillantes. Me colma de satisfacción ver jugar a la brisca a estas mujeres pajaresas, porque son el símbolo de una nueva época, en la que la mujer disfruta de la libertad que nunca debió perder. Si tuviera una miaja del talento de Cézanne, las inmortalizaría en un cuadro.