Desde hace varios años, con el inicio del nuevo curso académico en la Universidad de Salamanca, tengo la manía de preguntar a los estudiantes que pisan por primera vez alguna de mis clases su nombre, el lugar de procedencia y, lo más llamativo para ellos, que resuman en una brevísima frase de no más de diez palabras su identidad personal, es decir, qué son, cómo se sienten, a qué aspiran, etc. Vamos, una especie de declaración de intenciones en versión reducida. Cuando escuchan mi solicitud es habitual que sus rostros muestren sorpresa. O que algunas muecas sean de cierta disensión, porque sienten que su intimidad está siendo invadida por un profesor que pinta algunas canas. Los nombres y los lugares de origen no me sorprenden: año tras años suelen repetirse; sin embargo, la famosa frase de la identidad, ¡ay!, eso ya es otro cantar.

Muchos hablan de su estado de bienestar, si les gusta sonreír, si son introvertidos o más bien miedosos, si se sienten blancos, culés o rojiblancos, si son aficionados a la música, los deportes o la lectura?, en fin, respuestas muy variadas que, cuando son compartidas posteriormente en voz alta, dan mucho juego. Por ejemplo, si son felices, inmediatamente pregunto qué es o cómo puede conseguirse la felicidad; si tienen tal o cual afición, los motivos que los han conducido a elegir A y no B; si futbolísticamente están entusiasmados con el color blanco, que argumenten, si pueden, las razones por las que su elección no coincide con la de quienes prefieren enfundarse una camiseta azulgrana. Como digo, las respuestas de los estudiantes dan muchas posibilidades y mucho juego. Y lo sorprendente es que, aunque no sean muy conscientes, con el paso de los minutos van observando que realmente son ellos quienes están poniendo encima de la mesa no solo cuestiones muy complicadas de debatir, sino incluso algunos de los temas que se van a desarrollar durante el curso.

Para que los estudiantes se sientan arropados desde el inicio, yo también participo en el juego. Como era previsible, mi nombre no llama la atención; sin embargo, cuando menciono que soy zamorano, el cupo de la tierra inmediatamente sonríe e incluso arma cierto revuelo, tal vez porque piensan que uno de ellos les hará la vida un poco más agradable en las aulas. Y si declaro que mi equipo es el Atlético de Madrid, entonces la apoteosis es casi absoluta entre quienes -nunca más de media docena en un grupo de 60- sienten los colores rojiblancos. ¡Eso es la leche! Ahora bien, la novedad de este curso no estuvo en lo que he relatado hasta ahora, sino en una frase de solo cuatro palabras que escribí en la pizarra: "Yo soy de pueblo". Todos me miraron y nadie preguntó. Estaba claro que la frase era simple, una obviedad y que hablaba por sí misma. Al fin y al cabo, muchos son de pueblo y otros muchos declaran abiertamente que son de ciudad. Como cuando otros dicen ser vascos, gallegos o catalanes. Yo, sin embargo, soy de pueblo. Más de pueblo que las amapolas.