Mundo de gestos. Quizá así debería titularse esta columna hoy. Y es que no estamos muy acostumbrados a que en el entorno mediático aparezcan gestos, aparentemente sencillos, pero llenos de significatividad.

El papa Francisco nos ha ido acostumbrando a esos gestos que, aunque inesperados, son necesarios para esta sociedad desorientada y encerrada en los tentáculos del consumo. El mismo papa reconoció, de modo irónico en una entrevista concedida a Henrique Cymerman, que es más posible negociar con terroristas que con los del protocolo. Quizá por ello adquieran más valor esos insignificantes gestos cargados de simbolismo.

La visita del papa a Cuba y a continuación a EE UU es, posiblemente, el gesto más significativo de los últimos días. No solo su presencia en América en estos días supone una renovación del ánimo de la Iglesia en Cuba y en EE UU, sino que además representa un espaldarazo esencial al proceso iniciado entre los dos países enfrentados durante décadas. Según parece el mismo papa estuvo detrás de este proceso y su presencia testifica que el viaje iniciado es auténtico y sin retorno. Si no hubiese habido esa certeza la diplomacia vaticana y el sentido común de este papa no habrían gastado tantas energías.

Sin embargo, me quedo con otro gesto menos visual y más revelador. Los silencios. Suele ser proclive el santo padre a hacer declaraciones a los periodistas en sus desplazamientos. ¡Mal nos había estado acostumbrando! Ha llegado este momento y Francisco ha hecho silencio. Se esperaban palabras sobre el embargo económico a Cuba, sobre la homosexualidad y sobre el aborto. Pues en esta ocasión no hubo palabras directas sobre ello. Pero sí sobre la opulencia de occidente, la desigualdad y la adoración al dinero y las finanzas, como estigma de esta sociedad y causa de la esclavitud del ser humano del siglo XXI. Sí sobre la abolición de la pena de muerte que quita la dignidad al ser humano. Apuntes, todos ellos, sobre el nuevo año que en apenas unos meses estrenaremos los católicos, dedicado a la misericordia. Misericordia como mano tendida de Dios al ser humano y que la Iglesia debe aplicar como portadora de la gracia del perdón. Ella debe guiar la renovación de la vida de los creyentes, conducirnos hasta hacer del hombre el centro de la actividad, sin posibilidad de que quede relegado a mero producto en esta sociedad de mercado, como si de una cabeza de ganado se tratase. En esta dinámica misericordia es una extensión inequívoca del amor.