Comenzamos otro curso, vuelvo a rejuvenecer, es posible que tenga algunas canas más, pero me siento tan joven como al comienzo de los veintiocho cursos anteriores. Mis alumnos y alumnas de bachillerato siguen teniendo dieciséis o diecisiete años. Hoy, como antaño, se muestran expectantes, lo mismo me ocurre a mí. Tengo más experiencia y mejores recursos pero los mismos nervios. Entrar en el aula 19 y encontrar treinta y tres jóvenes, que cesan en sus conversaciones para fijar sus miradas en mi persona, añade tensión y preocupación a este comienzo. Repaso la lista y sí, treinta y tres, no hay error. Conozco de vista a menos de la mitad, el resto viene de otros centros. Nos presentamos. Solo hay seis chicos. Quiero que las clases las podamos dar sentados en círculo pero no podrá ser así en este aula. Solicitaremos una más grande. Parece que la ley educativa permite hasta treinta y cinco alumnos por clase. Los listados son provisionales, espero que la comisión de escolarización no agote el cupo.

Hablamos del objeto de nuestra clase de Filosofía; pregunto a una alumna por su propio pensamiento, si sabe cómo se produce. Balbucea alguna cosa sobre tener ideas y razonar. Centramos el debate en la necesidad de perfeccionar nuestro pensamiento. Les aseguro que podemos mejorar la calidad del ejercicio de pensar, igual que podemos aprender a caminar correctamente, a masticar o a respirar cuando nadamos. Siendo la cualidad que nos distingue del resto de seres vivos, apenas nos ocupamos de este aprendizaje. Esto solo lo podemos hacer junto a otras personas. Mejoramos la calidad de nuestro pensamiento enfrentándolo al pensamiento de los otros. A pensar se aprende pensando en comunidad. Ya sé que nuestro sistema educativo ha pasado por alto este fundamental reto, que, además, nos constituye como humanos. Ya lo dejó escrito Blaise Pascal: "El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, aun cuando el universo le aplastara, el hombre sería más noble que lo que le mata, porque sabe que muere, y lo que el universo tiene de ventaja sobre él; el universo no sabe nada de esto".

Quedamos en dedicar parte del tiempo de cada clase a poner en práctica este perfeccionamiento. Para ello les invito a que traigan el próximo día el relato de aquello que les haya asombrado o interesado, sea para bien o para mal. Hablamos del asombro, esa impresión en el ánimo que nos causa un suceso, una persona o algo inesperado, como el principio de todo saber.

La filosofía nace de la curiosidad ante la naturaleza; ya no bastaban los relatos mitológicos para dar cuenta de los fenómenos que asombraron a los griegos de hace dos milenios y medio. Sin capacidad para el asombro el mundo será cada día más opaco, más incomprensible. Veo a muchos de nuestros conciudadanos incapaces de sorprenderse, impasibles o indiferentes ante lo que pasa delante de sus mismas narices. Sería muy grave que nuestra juventud perdiera la curiosidad y el interés por conocer qué se oculta tras las apariencias. Abrumados por tantas pantallas, por tantos mensajes, pueden sentirse saturados e incapaces para sobrecogerse ante la crueldad, conmocionarse ante la injusticia o admirar la belleza de una obra artística.

"La vida es el asombro que a todos nos es infundido?" Así comienza la novela de Pearl S. Buck, "El eterno asombro", publicada cuarenta años después de la muerte de esta asombrosa mujer. Recibió el Nobel de Literatura con 46 años. Murió con ochenta, en 1973, dejando un importantísimo legado literario y vital. Pasó la mitad de su vida en China, era incansable, comprometida con los derechos de la mujer, y de los inmigrantes asiáticos en EE UU. Siempre respaldó a los desfavorecidos del mundo. Su vida fue un fiel reflejo de lo que esta novela nos cuenta: la historia de un joven superdotado con una permanente curiosidad y un interés inaudito por el conocimiento, en cualquier ámbito de la vida.

Termino recordando unas palabras del filósofo alemán Kant, otro gran defensor del asombro como fuente de sabiduría: "Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí".