Formo parte de quienes creen que el problema de las migraciones hay que arreglarlo sobre todo en origen. No para cambiar ningún sistema social, ni para acabar con la soberanía de ningún país, sino para ayudar a resolver el drama de millones de personas que se ven obligados a abandonar su tierra natal. Esta tragedia suele tener su causa en las guerras, los conflictos, la inestabilidad y la imposibilidad de supervivencia. Siempre ha sido así, tanto en Europa como en el resto de los países.

En muchos países europeos se produjo una masa ingente de desplazados y de refugiados después de la II Guerra Mundial. Hubo un personaje insigne, el dominico belga Dominique Pire, que fundó la organización "Europa del corazón al servicio del mundo" para ayudar a los refugiados, procedentes sobre todo de Austria y Alemania. En 1958 se le concedió el Premio Nobel de la Paz y ayudó a crear la Universidad de la Paz. Asimismo, fundó la organización Islas de la Paz, dedicada al desarrollo de las poblaciones rurales en algunos países subdesarrollados, como Bangladesh y la India. Ayudó a los refugiados y, al mismo tiempo, fomentó el desarrollo.

Antes y ahora las migraciones son forzosas. Suelen afectar a las poblaciones más desamparadas y desesperadas. Todo el mundo tiene derecho a sobrevivir en paz en su propio país, pero asimismo a buscar refugio en otros países cuando sus vidas corren serio peligro. Por supuesto que los países que gozan de desarrollo y seguridad deben organizarse para acogerlos. Pero, al mismo tiempo, tienen que trabajar para que se restaure cuanto ante el orden y la seguridad en sus países de origen. Esto es, desde mi punto de vista, lo que justifica el derecho a la injerencia que propuso el médico francés Bernard Kouncher, fundador con un grupo de médicos y periodistas de la ONG Médecins Sans Frontières en 1971, un año después del desastre de Biafra.

En 1990 conocí en Nsanje y en Gambula, al sur de Malaui, dos campos de refugiados. Había allí cerca de un millón de personas que habían huido de la guerra civil en Mozambique. Estaban atendidos por el ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) y muchos misioneros. Volvieron a Mozambique cuando se restauró la paz en 1992, después de 17 años de guerra. Actualmente, Mozambique es un país bastante próspero y ya no "produce" refugiados.

Los aproximadamente 350.000 refugiados de Oriente Medio y de África que han llegado a Europa en lo que va de año tienen todo el derecho del mundo a ser atendidos. Faltaría más. Pero todos los países miembros de las Naciones Unidas tienen la obligación de trabajar con denuedo para acabar con las causas que provocan esa oleada de refugiados, que son las guerras, las persecuciones y la inestabilidad. Esto es lo que significa, y no otra cosa, resolver las migraciones en los países de origen.

Lo mismo se puede decir de los llamados refugiados económicos, es decir, aquellas personas que abandonan sus países por razones de supervivencia, que sufren además una explotación canallesca por parte de algunas mafias. Todos los seres humanos tienen derecho a vivir en paz y en condiciones dignas, según se proclama en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada formalmente por los países miembros de la ONU. Es no solo legítimo sino imperativo ayudar a acabar con las dictaduras oprobiosas; los dirigentes no solo oprimen a sus ciudadanos, sino que al mismo tiempo acaparan los recursos del país en beneficio propio. En África, por ejemplo, hay demasiados países muy ricos con habitantes empobrecidos. El problema es que muchas de esas dictaduras, más o menos encubiertas, están apoyadas o sustentadas por los países industrializados y los grandes emporios financieros. En definitiva, ayudar sin cicaterías a los refugiados, pero al mismo tiempo trabajar sin desmayo para acabar cuanto antes con las guerras, los conflictos y las hambrunas que los provocan. Lo lógico y natural que estos refugiados puedan volver a sus países de origen cuando se den las condiciones para vivir con seguridad.