Entonces, qué nos queda a los taurinos para defender estos espectáculos? ¿Cómo se entiende que en una sociedad en la que existe una legislación de protección de los derechos de los animales -que, por cierto, suscribimos también los taurinos- sigamos defendiendo las corridas? En mi opinión, si realmente queremos salvar la tauromaquia, los que nos llamamos taurinos deberemos insistir, y mucho, en los siguientes aspectos. En primer lugar, explicar la mística de una verónica, el valor de los tercios, la plasticidad de un pase al natural o el duende de templar un toro con el lomo de un caballo. En definitiva, explicitar que quienes vamos a un espectáculo taurino no vamos a ver una matanza ni una orgía de sangre y muerte, sino la magia de una gaonera, la quietud de una manoletina, el dibujo de una serpentina o un afarolao, la simbiosis hombre, caballo y toro en un quiebro al rejoneo. En definitiva, no se trata de hacer una exhibición de más o menos valor -los aficionados sabemos del miedo de los toreros- saltando, corriendo o quebrando a un toro; se trata de crear belleza más allá del dominio de la técnica del toreo a pie a caballo. Y aquí estriba la dificultad de su explicación si no queremos caer en la frase de Chéjov: "Una obra de arte es lo que a mí me gusta".

En segundo lugar, los aficionados debemos asistir a los espectáculos taurinos, porque mucho hablar de la fiesta nacional y las recientes ferias de Bilbao, Málaga o Cuenca han presentado cosos escasamente cubiertos de público. Vamos, que si queremos que los toros sigan existiendo, más valdría que fuésemos, porque, no nos engañemos, Las Ventas, primera plaza del mundo de la tauromaquia, construida en 1929, cuenta con 23.798 asientos que se llenaban en los años 50 y ahora muestran el cemento con una población en Madrid más del doble, sin contar con las facilidades actuales de transporte de las localidades limítrofes, y eso que en los años 30 había otros dos cosos más en la capital. O sea, que tampoco somos tantos los aficionados que asistimos, sobre todo en comparación con el fútbol, sin ir más lejos. Finalmente, y quizás en primer lugar, los aficionados debemos exigir el cumplimiento estricto de los reglamentos que rigen los espectáculos taurinos y que todos ellos coinciden en la esencia de este mundo: el respeto a la dignidad del animal. Cuánto mejor nos iría si desde cualquier encierro al toro de la Vega, pasando por los festejos mayores y menores de las plazas se cumpliese a rajatabla el reglamento y se impidiese y sancionase todo aquello que va contra la majestuosidad y belleza de un toro bravo ante el artista. Y, por supuesto, debemos ser los que nos llamamos taurinos los primeros en repudiar cualquier tipo de pachanga, tenga historia o no, en donde el toro sea una excusa para dar rienda suelta a la imbecilidad humana, muchas veces acompañada de alcohol e inconsciencia. Que delante de un toro solo se pongan quienes para realizar una obra de arte partan del principio del respeto al toro para desde ahí parar, templar y mandar.

Y si no hacemos esto, que los antitaurinos se ahorren sus improperios -muchos de ellos desaforados, como considerarnos asesinos-, sus tuits aconsejando que no se vaya a Tordesillas, por ejemplo, o sus manifestaciones. Los taurinos seremos más que suficientes para acabar con el arte de Cúchares.