Ya terminado el Bachillerato, tuve la experiencia de frecuentar otro caserón, que era donde tenía su sede el Centro de Jóvenes de Acción Católica. El Centro estaba situado en la calle Rúa de los Francos y por su parte posterior tenía vistas al río. Este caserón se componía de una serie de habitaciones y salones, en donde se desarrollaban las más diversas funciones: salas de reuniones, sala de conferencias, capilla, despachos, salas de juego y convivencia, etc. Anteriormente había sido la vivienda de una familia conocida en la capital. Pero no puedo imaginarme el rango de tal familia con tal número de salones y dependencia.

La casa daba para alojar a toda una asociación de jóvenes. Allí íbamos todas las tardes a charlar o a jugar una partida de cartas. El consiliario era un sacerdote de fuerte personalidad, pero afectuoso en la corta distancia. Recuerdo que algunas veces llevaba en la sotana el bordado de el yugo y las flechas. Entonces aquello me parecía tan natural. Pero en el ambiente de la calle se notaba el peso del Régimen. Los impresos, desde los periódicos hasta los meros papeles administrativos iban trufados con expresiones que mantenían la llama del denominado Movimiento: ¡Por el Imperio hacia Dios! ¡Arriba el campo! y ¡La vida es milicia! (como decía Jose Antonio) y otras por el estilo.

En Acción Católica no es que recibiésemos un adoctrinamiento político, pero sí el de una moralidad estricta, que controlaba el consiliario en las confesiones de los sábados y otras prácticas piadosas. Toda esta rigidez la aceptábamos de buena gana, al fin y al cabo allí teníamos la convivencia con gente cercana a nosotros y existían unas recompensas que nos esperaban en la otra vida más plena. Que esto tenía su precio ya lo sabíamos, y también de como podíamos saltarnos las normas sin que arruinásemos nuestro pacto.

Vino al café Durii, en la Plaza Mayor una animadora que actuaba por las noches.

-Ah, pues allá vamos.

-¿Y si se entera el consiliario?

-Pues a mí lo mismo me da. Así que vamos, que allí está la Mari Merche actuando.

Y cuando acaba, nos vamos de palique con ella, contándonos su vida y andando de noche por la ciudad. Estuve unos días sin aparecer por el centro temiendo la regañina, pero cuando fui, nadie me dijo nada. La Acción Católica era un refugio, porque el Dios tronante del Viejo Testamento, parecía que allí establecía un pacto y que mostraba una cara más amable.

El resto de los ciudadanos, cada año eran convocados a unos retiros o misiones destinadas para jóvenes, para matrimonios, para obreros... Por los altavoces de la ciudad, a las siete de la mañana, tronando con voces lastimeras: ¡Perdona a tu pueblo, perdónalos señor! Ahora no se ven esos espectáculos de confesiones públicas de pecados (mira tú ese golfete, tan simpático y ahora compungido, por los pecados que ha confesado en público). Ese sentido de culpa colectiva tenía que ver con la guerra. Nadie hablaba de ella, pero ahí dentro algunos estarían reconcomiéndose. ¡Y yo pensando en la parte de los pecados del pueblo que Dios me tendría apuntados en su lista!

Del Centro y por obra de su consiliario salió la creación de la primera Cofradía de Semana Santa que no formaba parte de las tradicionales. Al Yacente nos apuntamos la gente joven tan distinta de las cofradías compuestas por empresarios de la construcción o por los comerciantes clásicos. En las procesiones, corriendo de un lado a otro para tener todo controlado nuestro buen consiliario dando órdenes, fulminando con la mirada detrás de los ojuelos del hábito de congregante.

Perdí la pista semanasantera porque me fui a estudiar a Madrid. Y ahora cuando veo el fenómeno de la Semana Santa en Zamora recuerdo el largo brazo de nuestro consiliario y a los cofrades manteniendo la llama encendida que recibieron de aquel cura al que "el celo del Señor lo consumía".

Hacia el año 1948, cuando me apunté a la Escuela de Arte de Educación y Descanso que estaba en un piso enorme de la calle Santa Clara, y que se llamaba anteriormente el Círculo Mercantil.

Seguramente habría pertenecido a esta agrupación de empleados paralela a la del Casino, institución cercana, pero pensada para las clases burguesas. Entrabas en una gran sala llena de mesas y afanosos los jugadores sentados con las cartas o los dados, el humo le daba mucho ambiente. Yo me apunté porque me estaba preparando para ingresar en la Escuela de Arquitectura. Los jovencillos pasábamos a otra sala, más sosegada, llena de atriles y mesas de modelado, para que nos diesen clase dos pintores renombrados de la ciudad: Chema y Bedate. Los alumnos, o bien intentaban ingresar en Bellas Artes o explorar su afición en ciernes, para ver lo que pasaba en el futuro. Este alumnado se componía de gente joven de oficios diversos, allí conocí a albañiles, escayolistas, pintores, guardias, camareros, etc. Y también había mujeres, lo cual era una novedad en una sociedad que miraba al milímetro las distancias de género. El ambiente era muy desenfadado, por la personalidad de los dos profesores y porque el alumnado era gente que tenían cualidades que pronto se iban a hacer patentes. Pero mi paso por la Escuela me ha dejado el recuerdo de unas experiencias que supusieron un vuelco en mi vida. Lo primero es que en la Escuela empecé a tratar gente de una procedencia social que no era la mía, y cuyos conocimientos estaban basados en las experiencias laborales con que se ganaban el sustento. Los sábados nos íbamos por los barrios bajos, a ver cómo jugaban en la bolera. Yo, ni sabía que existía el billar romano. Luego nos íbamos a una tasca con una mesa corrida, cuya dueña tenía en la cárcel por rojo a su marido, yo creo que con la perpetua. Hasta entonces no había conocido a nadie del otro bando de la guerra. Después ya tuve ocasión de conocer gente de la JOC, como un curilla joven, que lo debían tener como sospechoso, interesado en hacer una cooperativa de viviendas. Esta organización de la Iglesia fue el vivero que suministró los primeros cuadros del PSOE, aunque todavía era un partido clandestino.

Mis compañeros siguieron constantes, formándose y afirmándose como artistas. Ellos dieron lugar a una generación que prácticamente ha monopolizado las tareas creativas en las artes plásticas de la ciudad.

Este grupo tan unido fue un elemento decisivo para hacerse notar en una ciudad tan alérgica a todo lo que fuese ruptura con los hábitos seculares. Y de consolidar el reconocimiento público de los más capacitados. Todavía recuerdo las quejas de Claudio Rodríguez, tan ligado a este grupo de artistas y lamentando el comportamiento de ciertos personajes de la ciudad que por suerte cambiaron cuando en Madrid se empezó a reconocer la valía de su obra. Yo no tengo juicio para opinar sobre el valor de esta escuela (dicha del Movimiento) en la formación de esta generación de artistas, más allá del primer impulso del estímulo de su vocación. Pero en todo caso a mí me sirvió para romper el cerco clasista que se nos había dado y que configuraba los límites del trato y conocimiento con otras gentes de la ciudad.

Otro caserón que pasó por mi vida, pero ya arquitecto fue el de la calle obispo Manso, en el que hice mis pinitos como empresario para la remodelación de esta casa. A pesar de los problemas administrativos, porque me veían como un intruso y las reticencias para comprar, el resultado ahí está a la vista: de una casa con una vivienda salieron siete viviendas, algunas de ellas soberbias. Y lo más importante: se conservó la fachada original, no se ocupó más espacio que el propio del edificio y el exceso de superficie edificada lo conseguí con el aprovechamiento bajo cubierta. Esta actuación que pudo haberse convertido en un ejemplo a seguir para renovar la ciudad antigua no tuvo secuelas. Los promotores, que protestaban porque les había salido un competidor, protestaban de boquilla y continuaron con lo suyo: los dichosos bloques.

Estos caserones que he citado con anterioridad no descollaban por sus valores arquitectónicos, pero desempeñaron un papel protagonista en el desarrollo de la vida social de la ciudad. Y en este sentido su pérdida no tiene fácil recambio. Esta ciudad, poco previsora, prefirió liquidar todos estos equipamientos en busca de la rácana ganancia .Y ahora que se busca cómo corregir estos déficits, se ven las dificultades para poner en pie instituciones que las casonas desempeñaban dignamente.

En un balance general de la ciudad esta pérdida se une a la de los espacios correspondientes a conventos, capillas, etc. que por encima del tejido residencial han conferido tradicionalmente a la ciudad sus rasgos de identidad y que en la memoria de cada uno de nosotros y la de todos, nos ha dejado su huella indeleble.

Amontonamos casitas y más casitas, empobreciendo la trama original y algunos monumentos intentan convencernos de que todo sigue como cuando éramos jóvenes. Pero no nos convencen.