El profesorado del colegio se componía principalmente de religiosos, casi todos ellos vascos y que seguramente habían salvado el pellejo desterrados lejos de su país. Otros profesores eran laicos maestros andaluces, que también debían estar desterrados y sospechosos para el Régimen. Uno era yerno de Valle-Inclán, un "intelectual" que escribía novelas atrevidas. (Todavía tardé varios años en poder leer "La sonata de estío"). Pues con estos mimbres pusieron los Padres en marcha el colegio: todavía percibo su ambiente vetusto que años después me lo recordó la novela de Quevedo "El licenciado Vidriera". El cocinero era un chico joven que andaba entre nosotros, pero por su atavío parecía sacado de una lámina propia de los bajos fondos, lleno de mugre, con los pantalones remangados por la rodilla y un trapo colgando de la cintura. Parecía un personaje de novela de pícaros. Íbamos de recreo al Parque de Mola (hoy del Castillo) ,y nos escapábamos por el Portillo de la Traición a hacer maldades y que los curas no nos viesen.

Entre clase y clase salíamos a tomar el sol a la plazoleta que está ante la iglesia de San Ildefonso. Pero ¡ojo! No nos podíamos pegar a la pared de la casa próxima al colegio porque el cura que vivía en ella nos lanzaría sobre nuestras cabezas, y sin avisar, un orinal con la cosecha nocturna. En el parque era otra cosa. Los profes paseaban por alineados en doble fila, andando unos hacia adelante y los otros hacia atrás. Hablaban animadamente en eusquera, pero cuando nos acercábamos cambiaban al castellano. Y es que estaba prohibido. Como éramos amigos del campanero que vivía con su familia en una casa al pie de la torre de la Catedral, algunos privilegiados subíamos a tocar las campanas (solo el badajo) y a disfrutar de las vistas. Los vencejos salían alborotados. Pero allá arriba éramos unos señores divisando el río con el Campo de la Verdad a nuestros pies.

Esta entrada en la vida pública de los niños que éramos nos seducía porque en el colegio lo pasábamos de fábula. Qué paciencia tuvieron con nosotros aquellos profesores, incluso los seglares. Veo las escenas de las clases en las películas de Fellini y me recuerdan las de aquel colegio. Íbamos armados con cerbatanas, así que cuando el profesor se volvía mirando a la pizarra, una lluvia de proyectiles iba a chocar con ella. Don José María ponía cara de contrariedad, ¡pero no se enfadaba! El padre Mayo, de Latín, era otra cosa: una vez nos recitó de corrido las preposiciones latinas: "Quie, que, quod, cuyus"?, lo hacía tan deprisa que parecía que estaba cacareando y nosotros, partidos de risa, venga Padre, repita, qué divertido, pero no cedió. Yo creo que pensaba que nos reíamos de él. Pero no, era como un número de circo, y que solo lo entendíamos los presuntos latinistas. Pues parecido era lo que pasaba con el verbo puto, putas, putare, que el Padre se enfadaba porque no podíamos aguantar la risa ,y nos hacía repetir la declinación del verbo, pero ya serios, solo que mirábamos para otra parte para que no se nos viese la boca torcida. También, de vez en cuando recibíamos un guantazo, como el que me dio el padre Aguirre, cruzadas las manos a la espalda, y ¡es que tenía manos de pelotari! ¿Por qué este padre, al que yo admiraba, desapareció de repente y la única contestación que me dieron es que se había ido de misionero a Filipinas? Sin despedirse.

Se estaba agotando tanta felicidad, cuando nos cruzábamos en la calle con un par de niñas las dirigíamos miradas lánguidas que eran el anticipo de prometedores encuentros. Pero sin ninguna razón se me había torcido la suerte y mis padres piensan que qué niño tan inquieto, y deciden meterme interno en un colegio de Valladolid. Tenía trece años. Perdí la vista a los curas, a las niñas y al caserón. Los claretianos en el curso siguiente estrenaron flamante colegio en las afueras de la ciudad.