No hay vacaciones. El pasado mes de agosto, mismamente, que se supone estuvo dedicado al ocio y a la vida relajada, resulta que se puso en marcha un proyecto europeo denominado Samofar. Tiene un objetivo: evaluar los reactores nucleares de torio. Si todo resulta como se supone, en una década esos artefactos poblarán este viejo contiene con su energía segura y barata.

Los rectores, dicho está, serán de torio. La idea no es nueva. En los sesenta ya funcionaron algunos prototipos. Tenían un problema: los residuos no servían para fabricar bombas nucleares. Por eso se dejaron de lado. Mejor los de uranio y plutonio, fuente inagotable de ojivas terroríficas.

A estas alturas en que un virus informático puede ser más letal que cien bombas atómicas, el inconveniente señalado ha dejado de existir. Y las dos ventajas que ofrecen los reactores de torio son espectaculares: no funcionan según la famosa reacción en cadena así que no hay ningún riesgo de accidente nuclear grave y, además, los residuos no ofrecen problemas serios de gestión.

Vamos, que ni los ecologistas más fanáticos tienen nada que oponer.

Los reactores de torio presentan aspectos técnicos sin resolver y siempre está la cuestión del coste de la electricidad resultante. Por ejemplo, con el petróleo en los niveles actuales quizá no sean aparatosamente rentables.

En todo caso, el pasado mes de agosto, en jornadas de vacaciones y con China de terremoto en terremoto, se puso en marcha un proyecto con unas posibilidades maravillosas. Y que, insisto, llevaba ahí más de cincuenta años aunque la geopolítica y otros intereses lo tuviesen enterrado. La revolución tecnológica nunca duerme.