Ha hecho falta la imagen espeluznante de un niño de tres años ahogado en una playa turca para que los europeos nos sintamos golpeados por el horror de la tragedia de los refugiados sirios. Llevan casi cuatro años huyendo de una guerra feroz, pero hasta que no se han adentrado en "nuestro" territorio, en "nuestras" vidas no nos afectaba. El drama nos quedaba lejos, en Sicilia, en las islas griegas, en Turquía? Después, esa caravana de seres famélicos y desesperados se adentró, vía Macedonia y Serbia, en la Europa rica y sonó la alarma. Eran, son, miles los que llamaban, llaman y llamarán a las puertas de Austria, Alemania, Francia, Gran Bretaña en busca de un refugio al que le dan derecho los tratados internacionales. Y, hasta ahora, Europa no ha sabido responder. Ha vuelto a enredarse en la burocracia, en los egoísmos particulares y en el miedo al que viene de fuera. Le interesa más la comodidad propia que el dolor ajeno.

Sin embargo, la fotografía del niño Aylan muerto en brazos de un guardacostas turco, la noticia de que también se habían ahogado su hermano Galib, de cinco años, y su madre, de 35, y el estremecedor llanto del padre y esposo ("Que la muerte de mis hijos sirva para que no vuelva a ocurrir") han removido las conciencias y los corazones. La pregunta es ¿hasta cuándo? Y también cabe preguntarse por qué no se inicio este movimiento de congoja y solidaridad cuando se descubrieron decenas de cadáveres en un camión abandonado o cuando, todos los días, nos llegaban noticias e imágenes de cientos de ahogados en el Mediterráneo. Y ya entonces sabíamos, por ejemplo, que Líbano, un país pequeño y pobre, acoge a un millón de refugiados sirios, iraquíes y afganos, que Jordania, otra nación que no nada en la abundancia, tiene más de 600.000 asilados, que en Turquía se hacinan más de 2,5 millones de seres humanos que huyen de la catástrofe. Si estos países menos adinerados que los europeos acogen tal cantidad de refugiados, ¿cómo es posible que Europa esté discutiendo si mil más o mil menos y no haya sido capaz de encontrar cauces de solución?

Las respuestas a estas interrogantes ya no llegarán a oídos del niño Aylan ni de tantos y tantos niños anónimos que han perecido en una odisea brutal e injusta. Europa, Occidente, aplaudió y alentó las revueltas contra el dictador sirio. Ahora, cuatro años después, esa nación en un avispero incontrolado en el que solo reina la muerte y el horror. El Assad, el llamado Estado Islámico, los kurdos? todo un pandemónium de fuerzas destructoras enfrentadas. Y, en medio, como siempre, la población civil, los inocentes, los que ahora mendigan por Europa un pedazo de pan, un techo, una mirada de comprensión y cariño. Y Europa ha vuelto a envolverse en la hipocresía, en buscar argumentos para no acoger y proteger a estas gentes. Que si yo no tengo sitio, que si vienen a robarnos el sustento, que esto hay que solucionarlo en una reunión de alto nivel, que si conviene poner más vallas y más alambre de espino?

Y mientras tanto, la imagen del niño Aylan presente cada vez que cerramos los ojos. Hasta el primer ministro británico Cameron, el que calificó de "plaga" a los refugiados, ha tenido que entonar el mea culpa y declarar que, "como padre", estaba muy afectado por la muerte de Aylan. Se agradece, pero llega tarde. A Cameron ya se le habían adelantado miles de compatriotas que pedían mayor implicación de Gran Bretaña en la tragedia. Aquí, en España, ha ocurrido algo parecido. Antes de que el Gobierno reaccionase, ya eran muchos los ciudadanos que ofrecían su ayuda. Y muchas las ciudades que se han movilizado para acoger a refugiados. Esperemos que esta solidaridad cuaje. No es fácil, pero existen precedentes. A finales de los 90 llegaron a nuestro territorio varios miles de refugiados bosnios y kosovares. Organizaciones internacionales se encargaron de la distribución, de buscarles un hogar, colegio para los niños, etc. Ahora también están dispuestas y aseguran que pueden hacerlo. Solo esperan que los gobiernos no pongan trabas y que estén a la altura de los ciudadanos, de esos que ya están ofreciendo viviendas, dinero, alimentos.

Fíjense qué contrasentido, qué contradicción. Estos días, en esta tierra nuestra, los pueblos vuelven a quedarse vacíos. Y todos lamentamos esa despoblación, esa desolación. Mientras tanto, miles de personas deambulan por Europa mendigando una casa de esas que aquí se cierran hasta el próximo verano o hasta siempre. ¿Es tan difícil conjugar ambas dramáticas realidades, o sea traer gente donde sobra sitio, llenar el vacío con quienes buscan un lugar donde vivir? Desequilibrios, injusticias, como para sentirnos orgullosos de la sociedad que hemos creado.