Conozco un pueblo castellanoleonés, de cuyo nombre no quiero acordarme, en donde la obra más previsora que ha realizado el ayuntamiento en los últimos veinte años ha sido la ampliación del cementerio. En estas dos décadas se han enterrado allí a unas doscientas personas y se han registrado unos veinte nacimientos. En los próximos veinte años, serán sepultadas otras doscientas personas.

En este pueblo vivirán entonces apenas un centenar de habitantes, en su inmensa mayoría jubilados. Y es más que probable que en el año 2050 sea un erial deshabitado, por donde camparán a sus anchas liebres, perdices, codornices, urracas, algunos mochuelos y, si hay suerte, zorros y palomas torcaces. Un codiciado coto para cazadores foráneos.

Esta cruda y lacerante realidad es la consecuencia de unas políticas gubernativas y autonómicas no solo de desafecto sino también de acoso y derribo al campo y a sus pobladores, quizá por su escasa aportación de votos. La constante huida de los habitantes de los pueblos a las ciudades está acelerando este proceso de desahucio generalizado, como si en el terruño castellanoleonés no hubiera más que dos destinos inexorables: la ciudad o el cementerio.

Corría hace muchos años en este pueblo castellanoleonés, de cuyo nombre no quiero acordarme, el dicho de que muchas veces se van los pájaros a las escopetas. Era una forma refinada de sentenciar que quien la busca la encuentra y que más vale no meterse en dibujos. La gente acató sin rechistar los acontecimientos. Interpretó a su modo el aforismo del positivismo formal "laissez faire et laissez passer, le monde va de lui même" (dejen hacer, dejen pasar, el mundo va solo). No se percataron de que no hay manos invisibles que guían la economía ni la política, sino acciones manifiestas, palpables, que orientan, dictaminan y regulan.

De aquellos barros vienen estos lodos. Los castellano-leoneses han sido los españoles más sumisos desde la debacle de los comuneros, hace ya casi cinco siglos. Se dejó hacer y se dejó pasar, y solo queda como recuerdo la celebración paradójica de una ominosa derrota, que acabó con las legítimas aspiraciones de unas comunidades saqueadas.

Las actuales derrotas de las comunidades castellano-leonesas tienen lugar a campo abierto, con los cereales y los lácteos como telón de fondo. Si el campo se despuebla es por la sencilla razón de que en él es inviable la supervivencia. Algo de culpa pueden tener los nativos, poco acostumbrados a organizarse para defender con más fuerza sus derechos; pero los máximos responsables de este nuevo desastre son los políticos y los mandamases, que suelen dedicarse con más ahínco a preservar votos y a conseguir mejores plusvalías que a velar por el interés de los ciudadanos más vulnerables, que son, sin lugar a dudas, quienes viven en el campo.

No me resisto a contemplar sin enojo el drama del progresivo descenso de la población rural, porque no se trata solamente del desmoronamiento de unos hábitats naturales, sino también de una forma de vida y de una cultura. A quienes nacimos en un pueblo nos duelen estas tragedias no por anunciadas menos dolorosas. Nos resistimos a emular a esos personajes del dramaturgo italiano Luigi Pirandello que buscaban desesperados un autor dispuesto a narrar el drama de sus desventuras.