A sus 68 años, Pedro Rosón Martín vuelve de misionero a Perú, donde ya estuvo quince años en tres etapas distintas. ¿Locura?, ¿aventura? No, el desenlace lógico de una vida y un sentir presididos por uno de los mandamientos más hermosos pero menos practicados: "Amarás al prójimo como a ti mismo". Pedro sí lo cumple, como bien pueden atestiguar los vecinos de los cuatro pueblos de La Guareña en los que ha trabajado como párroco durante los últimos dos lustros: Bóveda de Toro, Villabuena del Puente, Guarrate y El Pego. He escrito "trabajado" y lo reitero. No ha sido una errata, sino que la búsqueda del verbo más adecuado para resumir su trayectoria en estos lugares me ha llevado hasta él. Claro que también podría haber puesto otros participios: ayudado, comprendido, guiado, aconsejado, consolado, abrazadas las vicisitudes de todos y cada uno?

Y es que Pedro Rosón ha hecho esto y mucho más. Quizás el mejor balance de su paso por las parroquias citadas sea la cara que se les quedó a las gentes cuando supieron que Pedro retornaba a Perú, que se iba, que era casi inminente, que a mitad de septiembre se va a despedir sin alharacas, en silencio, con la misma sencillez y pena con que anunció en las respectivas misas su marcha. Entonces hubo desolación, tristeza, esa sensación lacerante y agria que suele acompañar a los reveses inesperados contra los que nada se puede hacer. Había también cierto poso de esperanza, como si su decisión no fuera definitiva. Pero ahora que se acerca la fecha aumenta el pesar, aunque todo el mundo entiende que Pedro quiera irse, que Perú le tira mucho y que su vocación misionera y de servicio a los demás tienen más campo de actuación allí que aquí. Se entiende, pero duele porque el golpe es fuerte, tan recio y hondo como la huella que Pedro ha dejado entre los que todavía son sus feligreses. Y quizás más fuerte y más honda entre los que no suelen acudir a las ceremonias religiosas.

Ese ha sido uno de los grandes valores de Pedro Rosón: no hacer distinciones entre quienes iban a misa y quienes no, tratar a todos por igual, visitar todas las casas, charlar y abrirse sin diferencias de ningún tipo. Añádanle a esto generosidad, mesura, desprendimiento, don de gentes, simpatía, buen humor, capacidad para ponerse en la piel del otro y tratar de comprenderlo, inteligencia, sentido crítico, ausencia de dogmatismo. De la adecuada mezcla de estas virtudes surge una personalidad que, en su sencillez y humildad, atrapa, seduce. No es fácil encontrar a alguien del que nadie (o casi nadie) hable mal. Pedro es uno de esas "rara avis". Y lo ha logrado sin aspavientos, sin imposiciones, con la fuerza de la palabra y el respaldo del ejemplo, sin renunciar a sus ideas y convicciones, pero sin imponerlas ni alejarse de quienes piensan lo contrario.

Escribo todo esto también bajo el vendaval de la pena. Han sido muchas horas de conversaciones con Pedro, mucho tiempo presidido por el respeto, la amistad y el cariño, muchos libros intercambiados, muchos descubrimientos mutuos (a él le debo haber entrado en el universo de José María Arguedas y, sobre todo, en su portentoso estudio sobre Bermillo y Muga de Sayago en los años 50), mucha reflexión sobre Zamora, su sociedad, sus pueblos. Y ahí siempre intuí que Pedro, pese a ser de aquí, de Monfarracinos y de querer mucho a esta tierra, tenía su alma en Perú. Perú salía en cualquier charla, sentía sus problemas y sus escaseces, se lamentaba de la comida que aquí se dilapidaba mientras allí se pasaba hambre? Y comparaba. En sus cuatro pueblos sobraban muchas cosas, pero faltaba gente. Por el contrario, en Perú, hasta en sus aldeas más pobres, había gente, mucha gente, niños, vida, aunque reinase la miseria material. Y eso le dolía. Por Zamora, que agoniza. Por Perú, incapaz todavía de alimentar a su población, de acabar con la desigualdad.

Y ahora Pedro Rosón se va. Trabajará junto a otro zamorano ilustre, Francisco Simón Piorno, sayagués de Carbellino, obispo de Chimbote. Y uno, claro, empieza a envidiar a los peruanos. Pedro va a dedicarles su esfuerzo, su experiencia y sus ilimitadas ganas de servir al prójimo, de volver a darlo todo, como lo ha hecho en sus anteriores destinos. Y de lograr que sus gentes, sus vecinos, sus amigos le levanten una vez más un altar de agradecimiento en sus almas. Quienes lo conocemos sabemos que el cielo de Pedro son los hombres, los seres humanos. Estén en La Guareña o en Perú.

Suerte y gracias por cuanto esta tierra nuestra te debe.