Muros, barreras, obstáculos, murallas, cercas, verjas, vallas, defensas, barricadas, parapetos, trabas, frenos, sinónimos todos de una misma realidad que avergüenza la conciencia de Europa y de la civilización occidental.

Tras miles de años de historia de la humanidad, no acabo de comprender lo poco que hemos avanzado. Seguramente no estén de acuerdo conmigo quienes han depositado su confianza en esta civilización que adora a la diosa tecnología, la que parece que nos ha proporcionado los mayores avances de la historia. Sin embargo, entiéndanme, la preocupación fundamental del ser humano no debería ser el avance tecnológico, sino los puentes que la humanidad ha aprendido a tender.

Y resulta que en vez de puentes hemos iniciado una rápida carrera para levantar muros que nos separan de nuestros semejantes. Hombres y mujeres que, rendidos ante el horror de la pobreza extrema y de la guerra, lo dejan todo para acudir a la búsqueda de la única esperanza, aun a sabiendas de que venden su alma al mafioso de turno que se enriquece sin escrúpulos.

Nos acongojan y avergüenzan tipos como ese mafioso al que no sabemos poner rostro, porque nunca dio la cara. Pero no nos sonroja saber qué es lo que los hombres, mujeres y niños que huyen de la barbarie, bajo el nombre anónimo de refugiados, se encuentran al llegar a nuestras puertas. Buscan horizontes y encuentran una pared de hormigón y alambre de espino; buscan libertad y se topan con una verja; buscan oportunidades y se encuentran con una muralla defensiva; buscan solidaridad y solo hallan trabas.

En esto nos hemos convertido. En quienes creímos encontrar el sentido de la existencia y olvidamos nuestros orígenes. Filosofamos sobre la vida humana y no supimos apreciarla a nuestro lado. Se nos llena la boca con la palabra libertad, pero que no afecte a nuestro bolsillo.

¿Qué nos diferencia del fariseísmo denunciado por Jesús tantas y tantas veces? Poco o nada. Ante la tragedia humanitaria que sufren los más necesitados de África y Asia Menor, agachamos la cabeza para imbuirnos de nuestros ligeros problemas, dejando de lado a aquellos que, como yo, son también imagen de Dios. ¡Cuántos sacrificios humanos harán falta para recapacitar y que nuestras conciencias se rebelen! ¡Qué necesaria la voz profética de la Iglesia, que anuncie que es posible ser humanos de otra manera, que no solo vale el famoso modelo alemán o el macabro plan de Donald Trump y denuncie la omisión de socorro con quien grita con pavor!