Apenas quedan dos días para que algunos terminemos las vacaciones de verano y algunos colegas de trabajo sienten pánico a incorporarse al curre. Están padeciendo los efectos del "estrés postvacacional". A mí no me hace mucha gracia volver a la rutina laboral, pero de ahí a sentir estrés hay un abismo. La explicación, como casi siempre, está relacionada con el pasado. Por ejemplo, mis padres, y muchos como ellos en su época, nunca tuvieron ni oyeron hablar del estrés postvacacional. Yo y mis hermanos, tampoco. La razón era obvia: como no teníamos vacaciones, tampoco podíamos tener estrés después de que las deseadas (y nunca disfrutadas) vacaciones finalizaran. Las vacaciones solo estaban al alcance de unos pocos: los privilegiados del verano. Porque siempre ha habido clases y clases. También en los pueblos. Y yo era de los abajo.

Hoy, sin embargo, el estrés postvacacional se ha puesto de moda. Y es lógico: cada vez hay más personas que pueden disfrutar de unos días o unas semanas de vacaciones, sobre todo en estas fechas. Pero eso no significa que tengamos que gastar tanto tiempo en hablar de algo que no es más que síntoma de un nivel de desarrollo que hemos alcanzado y que curiosamente no sabemos digerir. Porque está demostrado que cada vez aguantamos menos. A mayor desarrollo económico y mejores condiciones de vida, el aguante físico y emocional de las personas se reduce. Posiblemente es una cuestión de adaptación. En mi pueblo de origen siempre he escuchado a los mayores que los de antes eran mucho más duros que los de ahora. Y pienso que es verdad: las cornadas de la vida hacen a uno más calloso, más fuerte y más resistente. A los de antes, la vida les ha dado muchas cornadas, muchas más que a los de ahora, lo que no significa que en la actualidad la vida no dé cornadas, que las sigue dando a diestro y siniestro, aunque a unos más que a otros. Como siempre. ¡Pero las de antes eran la leche!

Y si alguien no cree lo que digo, que hable con sus abuelos y sus padres, o que lea "Antonio B. El Ruso. Ciudadano de tercera", de Ramiro Pinilla. Por eso los de antes no sufrían estrés: porque no tenían ni tiempo para tenerlo. Y por eso precisamente me pongo de mala leche cuando ahora alguien se lamenta y dice que tiene estrés porque se le han acabado las vacaciones. Si estas personas que ahora tanto se quejan hubieran vivido en la posguerra española o en las ciudades y, sobre todo, en los pueblos españoles de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo XX, seguro que no hablarían del estrés postvacacional tan a la ligera. Y no lo harían por una simple razón: mirarían en el espejo del pasado y ante ellos aparecería un modo de vida y unas condiciones de trabajo que con solo verlas se echarían a temblar. Y correrían y saldrían por la primera puerta que encontraran abierta. Por tanto, me revienta escuchar a algunas personas hablar del estrés que le produce el final de sus vacaciones. Sobre todo cuando sé de buena tinta que quien se queja se ha criado entre algodones y nunca ha dado un palo al agua.