Me contaba una colaboradora de la Liga Española pro Derechos Humanos y miembro de la FIPGH-España, M. C. Lopera, que ha trabajado varios años en el Instituto Cajal clasificando y estudiando las cartas de Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), una importante colección de más de 5.000 documentos que se conservan en la Biblioteca Nacional y en el Instituto Cajal de Madrid. Las cartas eran clasificadas para su estudio según su contenido: científicas, familiares, de carácter administrativas, de plácemes y felicitaciones de tipo social, de solicitudes, etc. Las cartas sociales, escritas por sus amigos, provenían de diversos lugares como Estocolmo, Lovaina, París, Berlín, Londres o de algún balneario en los Alpes Suizos; pero lo más destacado de estas cartas es que siempre llegaban en agosto. El verano era un tiempo privilegiado para pensar y relacionarse con los amigos lejanos. Durante el año se recibían cartas de amigos escritores, políticos y filósofos, de catedráticos antiguos compañeros de trabajo de Barcelona o Valencia.

Cajal escribió un libro autobiográfico donde narra algunos de sus veranos y fines de semana en varias épocas de su vida: "solíamos visitar los pueblos vecinos a Valencia (1884-1887) y deleitarnos comiendo deliciosas paellas, tomando fotografías con mi Kodak y charlando amigablemente, excluyendo de las conversaciones temas políticos, filosóficos y religiosos, con sus inevitables derivaciones, las controversias acaloradas? solo la ciencia y el arte estaba permitido discurrir, evitando la declamación y el énfasis", en estas reuniones reinaba la alegría, la cordialidad, la charla amena y el buen humor. A partir de 1892 Cajal se traslada a vivir a Madrid, allí percibe un "hosco alejamiento espiritual" entre sus colegas y menciona la frase de uno de ellos, muy conocida en aquellos tiempos: "Vivimos sin conocernos y morimos sin amarnos"; durante esta época sus paseos serán por la meseta castellana, la cual describe como "un poema de maravillosos colores: el amarillo, el pardo, el gris y el verde, que ofrece según las distintas épocas del año". Se conservan fotografías donde se ve a Cajal paseando con su familia por el Monasterio de Piedra en Zaragoza, otras visitando la exposición mundial de París en el verano de 1900, o en Miraflores de la Sierra jugando al ajedrez con el profesor Olóriz, un amigo y colega de la universidad.

Cajal describe otros veranos a lo largo de su biografía, en 1899 fue invitado la universidad de Clark en Boston, el viaje a USA llevó varias semanas, primero un tren que lo llevaba al Habre pasando por París, doce días de navegación para llegar a Nueva York, con sus baúles que pesaban 80 kilos, en uno de ellos llevaba sus dos máquinas de fotografía Kodak, cada una pesaba 20 kilos. En el verano de 1900 veraneaba en una casita de campo que había construido en las afueras de Madrid, en Cuatro Caminos, según decía Cajal: "una modesta quinta rodeada de jardines, emparrados e invernaderos", donde se podía tener una huerta con frutales, algunos animales y se respiraba el aire puro de la Sierra de Guadarrama, "allí rodeado de árboles y flores, sumergido en aquella calma sedante aplacaría mis nervios y tejería el hilo de mis ideas?". El verano colmaba lo que él llamaba "el ansía de infinito", que no conseguía durante los meses de trabajo intenso, servía además para curar de dolencias físicas, relajarse y renovarse. No era común veranear en las playas, pero sí visitar ciudades costeras y alojarse en hoteles. En los años 20 le describe a un amigo su interminable viaje a Alicante en un tren ruidoso que viajaba a 25 kilómetros por hora. Al final de su vida, en los años 30, por motivos de salud no sale de Madrid, describe los interminables veranos calurosos de Madrid, "con 27 grados en casa y 35° si salimos a la calle", se le veía siempre vestido con traje y levita negra paseando por el Retiro o posando en una fotografía al lado de su recién comprado auto Ford modelo T. El verano ha sido, y esperemos que siga siendo, ese tiempo de los amigos, los viajes y el descanso.