La oscuridad es un don. Más allá de la ausencia de claridad, nos desvela un universo sin geometrías condenado, a fuerza de cantar las virtudes de la luz, a la dispersión y al olvido.

Suele identificarse con las artes oscuras. Con ese espacio siniestro en el que penan las almas desviadas. Sin embargo, tiene la virtud de recordarnos la opacidad del mundo. De descubrirnos una realidad oculta y diferente.

Desconozco de dónde procede. No sé si se halla por encima de las cosas y, de cuando en cuando, bajando de la altura, las ocupa o si asciende del abismo por poseerlas. No lo sé. Tampoco importa.

En cualquier caso, me gustaría ampliar el alero de las formas por prolongar su sombra. Oscurecer el contorno de las cosas. Liberarlas de cuanto, superfluo, las adorna o envilece.

Sí, porque hay momentos en los que es la oscuridad la que, realmente, nos permite ver y nos revela. Uno de ellos, ese instante sublime en el que dos seres se aman y recorren a tientas compartiendo la avidez por descubrirse.

Así, los amantes clandestinos destrozándose, insaciables, los sudorosos cuerpos. Absortos. En camastros desvencijados o en damasquinados lechos con dosel pero ajenos, siempre, a la luz cegadora. Y es que al amor le sobra la luz.

Pero no solo al amor.

No fue la luz la que me hace recordar, ahora, el monasterio cisterciense de Santa María de Moreruela, en el noroeste zamorano. No. Ni siquiera sus muros derrumbados, esa especie de fascinación por la derrota.

Huyendo del sol ardiente entré una tarde en el templo y me adentré en la penumbra bajo su techumbre agrietada.

Sucedió hace tiempo. El silencio era total. Un haz de luz se filtraba por la cubierta y encendía una mecha de magia en la oscuridad acumulada a lo largo de las naves laterales por las que hace siglos deambuló Atilano. Aquel monje nacido en Tarazona y prior del monasterio, a indicación del entonces rey, antes de ser honrado por nuestro señor Jesucristo con la dignidad de obispo. El primero, por cierto, de esta tierra austera, tan alejada de retóricas y sermones.

Apenas mis ojos se habituaron a la oscuridad, lo descubrí. El religioso se encontraba en el ábside y platicaba animadamente con alguien. Me pareció Froilán, aquel trotamundos leonés, amigo y compañero, con quien compartió afanes y desvelos.

No fue más que un momento. Un instante apenas pero, de repente, experimenté una sensación extraña. Era como si me hubiera invadido la certeza, casi física, de que existían espacios desconocidos. Otra realidad, más allá de lo visible. Un mundo diferente lejos de la claridad, a menudo, cegadora y sedienta, siempre, de formas.

Han pasado los años y no he olvidado la certidumbre que vislumbré aquella tarde en Santa María de Moreruela.

Al contrario, me he reafirmado en la convicción de que, invadidos como estamos por la superficialidad y el brillo, podríamos prescindir de muchas cosa pero no de la oscuridad.

Sin ella veríamos mermada nuestra capacidad de soñar.