Mirando hacia atrás en la historia y viendo que normalmente volvemos a caer en las mismas piedras políticas y sociales -e incluso religiosas- que nos han hecho tanto daño, es bueno reconocer que los ideales de paz, prosperidad, solidaridad y convivencia, raras veces nacen de este suelo social, tantas veces teñido de sangre y sudor de inocentes. Inocentes porque pensar y sentir, sabiendo respetar lo del otro, no culpa a nadie de nada, a no ser que soñar esté prohibido, o ya le hayan aplicado un impuesto especial por cada vez que soñamos libremente. Estoy absolutamente persuadido de que los ideales, o nacen de Dios y por tanto perduran, o nacen de los hombres y mueren y se corrompen con ellos.

Jesús nos habla hoy de algo así; nos deja clara su centralidad: "Nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae". Muchas veces nos hemos rendido a proyectos pastorales muy marcados por las ciencias humanas -que, como humanas que son, tienen errores-, los cuales han fracasado porque en el fondo somos nosotros los que queremos atraer a otros hacia Dios o, más bien, hacia nuestra forma de vivir la fe. Para mí los dos ingredientes fundamentales para la evangelización son la pluralidad y la libertad. La pluralidad que lleva a cada uno a encontrarse bien en un determinado grupo o actividad por sus cualidades, y la libertad de dejar elegir cuál es el lugar de cada cual en la Iglesia, sin vender fantasías ni construir castillos en el aire. Eso ya lo hace la sociedad cuando nos dice que la felicidad es esforzarse para poder tener un buen trabajo, una buena casa y buscar una buena pareja, y cuando viene la primera dificultad el castillo de naipes se desploma. Nuestra libertad es realista: no garantiza la felicidad de cada instante de la vida ni la exención de dificultades, pero nos llena del gozo de saber que Dios siempre estará a nuestro lado. Nos sostiene la certeza de que la fuerza en la debilidad y el alimento para no desfallecer nos vienen también de Dios: "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre".

Podemos mirar a la historia y descubriremos los ideales truncados de sistemas políticos y sociales que un día nacieron de hombres -incluso algunos hasta de buena voluntad-, pero mirando al presente vemos una Iglesia milenaria que brota y se alimenta de la voluntad de Dios.