A veces te pide el cuerpo escribir de cosas, otras de personas, eventos o acontecimientos. La política, el día a día, algún hecho extraordinario, llamativo o curioso. La vida, decimos. Las neuronas empiezan a bailar entre chispazos cuando atacas la hoja en blanco que perfila la pantalla del ordenador. Las yemas de los dedos esperan instrucciones para bailar claqué sobre el acolchado del teclado. Danzad, danzad, malditos. Fred Astaire es el objetivo que difícilmente se alcanza. Chiquito de la Calzada mucho más fácil de representar. Los ojos buscan hacia adentro, tratando de horadar en las profundidades del cerebro. A veces encuentran oro, otras solo escuchan el eco del vacío.

Las sinapsis son las conexiones neuronales que convierten química en raciocinio o, dependiendo de los casos, en algo que se parezca, siquiera vagamente, a eso que entendemos por raciocinio. Esas son las condiciones normales. Luego está quien escribe mejor cuanto más regado tiene el coco por los efluvios del alcohol. Se podría escribir una enciclopedia solamente recogiendo los fragmentos magistrales que a lo largo de la historia de la literatura se deben al vino, el aguardiente, el whisky o la absenta. Cómo imaginar a Dostoyevsky sin vodka. De los románticos a Truman Capote, de Lope de Vega a Poe, de Rimbaud a Hemingway, quienes escribieron de todo y de nada, siempre magistralmente.

El verano en esto es distinto al resto del año. El estío es la estación propicia para escribir de nada, que no es lo mismo que no escribir nada. Sin necesidad de más ayuda, el sopor veraniego ralentiza el avance de los minutos, hace que pasen a saltos y trompicones, que vuelen o se detengan sin mayor orden ni concierto que el mero capricho. Los segundos bailan y silban como chicharras en mitad del campo. Las digestiones pesan más de lo normal. En esto el verano se parece al alcohol, como este conduce a la elevación y como él termina en melancolía, otro de los ingredientes esenciales de la buena literatura.

Lo que se considera ligero, con frecuencia engaña. Algunos de los mejores pasajes literarios que alguna vez he disfrutado son retazos de texto en los que no se habla de nada, o al menos eso es lo que parece. La pesada atmósfera estival de la Norteamérica profunda que aplasta, página a página, en "El villorrio" y otras obras de Faulkner, no es muy distinto, diferencias culturales y geográficas aparte, del de Ramón J. Sender y su campesinado español, o el aire plomizo y selvático de García Márquez o Álvaro Mutis. Avanzan las palabras, los párrafos y las páginas; no necesariamente la acción, y sin embargo, ese Amazonas que es el tiempo discurre sin pausa.

De qué vas a escribir, me preguntaban ayer, minutos antes de una comida de amigos. De qué estás escribiendo, me reiteraban cuando el olor del asado iba llegando desde el horno y se descorchaba la primera botella. Ya lo veis, les dejo escrito. De nada.

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