Informaba el otro día la prensa de que un juez había sancionado al alcalde de Alcañiz (Teruel) y diputado provincial del PP con 1.800 euros de multa y le había prohibido además volver a conducir en dieciséis meses por una grave infracción de tráfico. El político había sido detenido después de que un radar móvil detectara que circulaba a 210 kilómetros hora por una carretera nacional en la que el tope está fijado en 100.

Si menciono este incidente es no solo por tratarse de un personaje público sino sobre todo por su negativa a dimitir después de que la justicia emitiera su fallo. La oposición le pidió que cesara en el cargo, pero en el Pleno declaró que en ningún caso iba a hacerlo, limitándose a pedir las obligadas disculpas a "todas las personas que se hayan sentido molestas" por su poco civil y aun peligroso comportamiento.

Es la actitud altanera e irresponsable de ese alcalde una pauta de comportamiento a que nos tienen por desgracia acostumbrados tantos políticos de este país, entre ellos muchos implicados en delitos de corrupción.

Tras leer la noticia me vino a la memoria el caso de un político británico llamado Chris Huhne que no tuvo más remedio que dimitir después de que se descubriera que no solo había cometido una infracción al volante sino que además había mentido para no perder puntos en el carné.

El automóvil de Huhne, que fue diputado del Partido Liberal Demócrata y ministro en el Gobierno de coalición con los conservadores, fue sorprendido en 2003 en un exceso de velocidad y el político convenció a la que era entonces su esposa de que dijera a la policía que había sido ella, y no él, quien conducía.

Años más tarde, la mujer, de la que el ministro se había divorciado por un "affaire" de faldas, confesó a un periódico lo realmente ocurrido, y ambos fueron condenados a varios meses de cárcel por "pervertir el curso de la justicia". Huhne solo cumplió en parte la condena a la cárcel aunque se le obligó, como también a su exesposa, a llevar varios meses más un brazalete electrónico para controlar, entre otras cosas, que no salían de casa de siete de la tarde a siete de la mañana.

Aunque pasaron nueve años desde aquel incidente hasta que se descubrió el engaño, el ministro no tuvo más remedio que dimitir y hoy, como periodista que es, escribe artículos para un importante diario británico.

Salvadas las distancias entre ambos casos, es un concepto distinto de la moral y de la asunción de responsabilidades en la política el que rige entre nosotros y el que se da en muchos países de más arraigada cultura diplomática. ¿Quién dimite aquí por haber mentido a la opinión pública, sobre todo en sede parlamentaria? ¿Cómo no hay un mayor nivel de exigencia y cómo, una vez conocidas sus mentiras, se ha premiado a muchos de esos corruptos una y otra vez en las urnas?