Hay veces que despiertas de madrugada y te resulta difícil reconocer las cosas más cercanas.

Los objetos familiares, en esos momentos de estupor, parecen cobrar vida y sus groseros contornos adquieren, de pronto, una agresividad inesperada. Es, entonces, que el quinqué sobre la mesilla, el despertador, el viejo armario de nogal o la camisa a cuadros que alguien regaló y cuelga en el perchero te amenazan e intimidan.

Pero no solo en la propia casa. En la calle, el mismo desconcierto. Igual incertidumbre. El esqueleto metálico de las farolas, de ordinario inamovible, te sale al encuentro a cada esquina. Sientes el acoso de las acacias en los parterres y el de las rosaledas en los jardines, y, por el asfalto, los edificios te persiguen. Pareciera que, durante la noche, el mundo inanimado hubiese adquirido hábitos terrestres. Todo es confusión. Incluso la avenida en la que vives, encharcada por las últimas lluvias y rota en mil pedazos al paso de los coches, te sorprende con su presencia.

La ciudad se ha convertido, en esos momentos, en un lugar desconocido al que has sido arrojado y en el que vas descubriendo, afligido, los seres que lo habitan. Es como si fuera un país de mentira en el que tú mismo, sin existencia real, deambularas en pos de una certeza, una tan siquiera, a la que aferrarte.

Y es, entonces, que observas que han cambiado el idioma y no entiendes qué dice el mundo. Y te encuentras abatido porque todo lo que emprendiste acabó en fracaso y el fracaso, en contra de lo que dicen los santones de mercadillo, solo provoca dolor. Y te preguntas el porqué de tanto sueño quebrado. Y constatas, con amargura, que tus ilusiones no fueron más que proyectos ingenuos porque es la propia vida quien te trae a su antojo y te lleva, a golpes y a trompicones.

Y es, llegado a este punto, que no ves escapatoria y descubres, angustiado, que el hombre que te miraba desde el fondo del espejo, mientras te afeitabas, es un corredor de fondo a punto de abandonar la carrera.

A veces pasa. Sucedió hace días con Atilano Aliste. Ese zamorano un tanto provinciano, altanero y conformista, del que alguna vez hemos hablado con afecto en esta columna. Su jefe lo acaba de despedir con un par de palabras. En el pasillo, a la puerta del despacho mientras conversaba con una de las secretarias. Sin un gesto de reconocimiento a sus más de treinta años de servicio a la empresa. La crisis. Ya sabes. Sí, sí. Ya sé.

Quizás el forzado cese explique que ayer se despertara tan cansado después de una noche de horribles pesadillas. El mero acto de levantarse supuso una penosa obligación y cuando al fin lo consiguió, recordó que estaban pendientes de pago las tres últimas cuotas de la hipoteca.

En la penumbra del dormitorio respiró con ansiedad. Notó que el aire no llegaba a sus pulmones. El hastío le asfixiaba. Miró a su mujer que aún dormía y formuló un propósito que, en el fondo, no era más que una plegaria.

"Hay que seguir en esto", se dijo.

Y aquí está. Esperando. Dispuesto a todo, a cambio de casi nada.