Estoy contemplando una fotografía de 1960. En blanco y negro. Pequeña, con los bordes ligeramente dentados. Corresponde al grupo que ese año cursó el ingreso en el Seminario Menor de Toro. Unos sesenta o setenta chavales, de pie, en las escaleras de acceso al centro formativo por su parte norte.

En primera fila, los educadores. Con inmaculada sotana negra, sentados y flanqueando al excelentísimo señor obispo. Su ilustrísima es el único que sonríe, entre paternal y satisfecho, y luce fajín, bonete y enorme crucifijo pectoral.

No conozco a ninguno de los alumnos. Yo debo ser, en el cuadrante superior derecho, la tercera cabeza de la última fila y segunda hacia abajo. Pero no lo tengo claro, ya digo.

A quien sí distingo, en la parte alta, es al portero del edificio. Un señor, ya mayor entonces, que vendía caramelos y hacía pelotas de frontón forradas con piel de gato que él mismo cazaba. Gaspar, creo que era su nombre.

Siento vértigo mirándola. Es como si recorriera una casa abandonada y llena de habitaciones a la que volviera después de mucho tiempo. Con curiosidad y temor al mismo tiempo. Abriendo y cerrando puertas, atisbando momentos y sensaciones.

¡Qué días aquéllos del rosa, rosae! Del oratio, orationis y del teorema de Pitágoras. Del venir y vamos todos con flores a María. De invocaciones al espíritu paráclito, signifique lo que signifique. De contriciones y propósitos de enmienda. De interminables clases de gimnasia, "brazos arriba, brazos abajo", en un patio helado y cubierto por escarcha.

Eran tiempos de disciplina a golpes de campana. O a golpes, sin más. Se repartían más hostias fuera que dentro de la capilla. Podían llegar de cualquier parte, siempre a mano vuelta, y había que tener reflejos y buen juego de cintura para esquivarlas lo que, a Dios gracias, nos ayudaba a mantener la forma física.

Era el tiempo de Bahamontes y Julio Jiménez. De Gabika, aquel vasco que ganó una Vuelta a España. Del Dúo Dinámico, de Amancio Amaro Varela, de Marcelino y Lapetra. De la primera cerveza. ¡Joder, qué rápido ha pasado todo!

Me gusta la foto aunque tiene algo de siniestro. No sé. Tal vez, la disciplina que, siempre, supone la pérdida de individualidad. Alumnos y profesores obedeciendo consignas. Todos con gesto ceñudo. Mirada fija y el ademán recio. Ó quizás, sea esa primera línea de clérigos, circunspecta y amenazadora, que observa al fotógrafo. Con el señor obispo al frente parece un tribunal del Santo Oficio. Como si todos ellos, trinitarios convencidos, hubieran sido entrenados para defender, a fuego y espada, la bondad de la doctrina y la verdad de los misterios.

Los dos curas de los extremos, con las manos colocadas sobre los muslos, cabezas ladeadas y mirada perdida, son alucinantes. Juraría que los he visto tallados en piedra, no recuerdo dónde, en alguno de mis viajes. No sé.

En cualquier caso, hieráticos y simétricos, podrían formar parte como músicos de vihuela, o algo así, del pórtico de cualquiera de nuestras catedrales. Y, aún, más. De tener que datar las tallas, las situaría en la última época del románico. En la transición al gótico, probablemente, por la ligera inclinación de sus cuerpos.

Y qué comentar de ese niño asomándose, como con miedo, tras el cabezón de uno de los curas, ¿qué habrá sido de él? ¿Y del resto del grupo con toda una vida, en aquel momento, por estrenar?

Sí, me gusta la jodida foto. Es el reflejo de un tiempo que se fue. Tiene el magnetismo de la adolescencia pero un no sé qué inquietante, ya digo.