Pocos sabrán que nuestro templete de La Mota es una réplica exacta del construido por el arquitecto municipal Luis Bellido en el paseo del Retiro de Madrid.

Aunque en un principio los templetes tenían como fin albergar restos fúnebres, reliquias y objetos religiosos, con el transcurrir de los siglos se convertirían en lo que actualmente son: templetes para la música.

Y no hay cosa más agradable y que produce un mejor bienestar, que ese deseo interior que invita a detenerse para escuchar la música que bajo él se interpreta. No sé, pero me llegan como fondo los compases de la "Boda de Luis Alonso" del maestro Giménez sonando con fuerza de metales.

Recuerdo el viejo templete, un altillo de construcción maciza que albergaba en sus bajos el chiringuito de Bernardo. Desde muy temprano colocaba éste sus veladores de mármol a lo largo del paseo, regando la graba, con su panza redonda sobre la que cabalgaba un recogido mandil blanco impecable. Los barriles de madera que pinchaba para que saliera una cerveza amarga y fresca y él gruñón y orondo de simpatía.

Tampoco sonaba allí la música, tan solo en las ferias de septiembre y si Nano y sus muchachos estaban dispuestos para el concierto. Luego, se tuvo la bendita costumbre de traer como atracción ferial bandas de música de treinta o cuarenta maestros y era un deleite sentarse para escuchar sus repertorios. La Mota, entonces, tenía vida no se reducía al paseo constante de jubilados. Las visitas a la pequeña biblioteca instalada sobre los urinarios que regentaba Lidia eran constantes y allí, por primera vez, leí la historia de Robinson Crusoe y las obras de Emilio Salgari. Los paseos recién regados. ¡Qué delicia sentarse a la sombra y perderse en el mundo de los aventureros!

Volaban las palomas torcaces y de vez en cuando trinaba el ruiseñor.

Quizás porque la tenemos cerca, porque la paseamos, la andamos, la destrozamos, no nos demos cuenta de lo que supone tener como patrimonio de todos esa Mota, ese balcón abierto al horizonte amplio que si miras al este ves los campos resecos de la Castilla áspera y dura y si te das media vuelta te llenas de verde y de montes lejanos.

Escribe uno de mis poetas preferidos, Giacomo Leopardi: " Mirando a lo lejos los espacios ilimitados,/ los sobrehumanos silencios y su profunda quietud,/ me encuentro con mis pensamientos,/ y mi corazón no se asusta".

¿Cómo podría asustarse un corazón ante tanta belleza? Late más deprisa, late desacompasado y sientes ganas de coger la mochila, el cayado y salir a buscar esa sierra azul y lejana.

O los arbustos de jeringuilla, celinda, falso jazmín, porque por ambos nombres se les conoce y que nosotros apodábamos como chiringas. Esparcían su aroma balsámico en primavera, Por desgracia o dejadez hoy han desaparecido.

El tejo o árbol del desmayo, bajo el cual se fotografiaban los novios tras la boda? ¡Cuántas historias encierran estos jardines!

Echo de menos una fuente que susurre, que cante, que al aproximarnos a ella el agua nos hable de su magia.

"Me venza y pare los alientos/ el agua acérrima y helada./ ¡Rompa mi vaso y al beberla/ me vuelva niñas las entrañas!".

Dice Gabriela Mistral y nos llena de dolor su poesía pero nos hace más humanos.

Una fuente que jamás callara, porque no hay susurro, ni canto, ni música, que hiera al silencio como ese correr cantarín del agua.

La Rosaleda, que era un primor de colores, es ahora un páramo donde siguen creciendo, pero que, simplemente, estas sirven de excusa para continuar denominándole jardín como lugar donde crecen las rosas.

Nunca entendí por qué se le llamó "la mota vieja" a la soledad apática que ocupaba el paseo ahora de Soledad González y que ha quedado como reducto infantil. Nadie se preocupó de dotarlo de la gracia y la frescura de unos paseos románticos y solo fue un erial con una hilera de acacias que daban testimonio de nada, frente a una cruz alzada por los caídos de una guerra fratricida y en medio de un desolado campo de tierra donde ni crecía la hierba.

Pero hoy como ayer y como será mañana, siguen volando bajo el cielo azul las golondrinas y los escasos vencejos. Ya no hay barquilleros, ni carritos de helados, ni fruteras que desde las huertas subían sus manzanas reinetas para ofrecerlas dentro de sus canastillos. Tampoco en septiembre tendremos fiestas ni verbenas populares y el templete seguirá mudo preguntándose qué coños hace plantado en medio de unos jardines sirviendo de albergue para un chiringuito con sabor a fritura y Coca-Cola.

Fue buena la idea de instalar a lo largo de los paseos altavoces que constantes esparcían música, que algunos llaman culta, y que animaban a sentarse en los bancos y pasar las horas leyendo o simplemente escuchando.

¿Por qué no volver sobre ello?

Dicen que la música amansa a las fieras, pero además de ese uso relajante tiene otros mil usos diferentes. Nada como escuchar a Beethoven, Chopin, Schubert, en estado puro, trascendental y terapéutico. Nada como dejarse llevar por las armonías de la música New Age capaces de crear inspiración artística, relajación y optimismo.

¡Cuántos nos hemos enamorado, besado, reñido, reído o soñado a la sombra de lo árboles centenarios!

Hay que alejarse, traspasar las fronteras para echarla de menos, para sentir la nostalgia.

La Mota es el símbolo vegetal de nuestra historia. Bajo ella, soterrados los cimientos de un castillo-palacio que fue primor y envidia de todos. Hasta Cervantes describe las filigranas de sus paseos, de sus fieras enjauladas y de sus fuentes. De las fiestas y los saraos condales y nunca nos hemos preguntado cómo el famoso hidalgo de La Mancha tenía conocimiento de ese esplendor.

¿Acaso mamaría su cultura en la célebre biblioteca que albergaba el castillo? ¿Cómo es posible que describiera los juegos acuáticos y batallas navales que se daban en la piscina de "El Bosque", el lugar de recreo adyacente al palacio y que siempre hemos conocido como La Montaña o El Tamaral?

Llegues por donde llegues lo primero que se descubre es esa atalaya, el cubo del castillo y un depósito que en su día abastecía de agua a la ciudad.

En Granada hay un paseo a lo largo del río Darro, llamado así porque era el camino que conduce al cementerio. La Mota, nuestra Mota, es un paseo alegre, jovial y lleno de alegría.

Escribe Machado: "Lejos de tu jardín quema la tarde/ inciensos de oro en purpurinas llamas,/ tras el bosque de cobre y de ceniza".

Así se contemplan esos arreboles desde la barbacana, así es el cielo cárdeno de cada ocaso. Así es el bosque verde.

¡Cómo recuerdo los negrillos gigantes, guardianes colosales que franqueaban la entrada a La Montaña!

¡Qué horizonte inmenso que no somos capaces de abarcar con la mirada!