Han pasado casi tres décadas, pero recuerdo aquella entrevista con extraña fidelidad. Se produjo en un instituto de enseñanza media, donde me presenté para tomar posesión de mi primera plaza de profesor. Mi interlocutor era el secretario del centro y también compañero del departamento de Filosofía, en el que me integraría. Hablamos de horarios, de grupos y demás asuntos organizativos. Terminando la conversación le confesé a mi futuro compañero que nunca había dado clase, pero que había realizado cursos para profesores, seminarios de formación sobre Ética, Historia de la Filosofía y demás. También le revelé, ingenuo de mí, que estaba seguro de que me gustaría el contacto con el alumnado, escucharles y construir un proyecto de aprendizaje abierto y confiado; aquel avezado catedrático de instituto, que por aquel entonces escribía una tesis sobre oscuras interpretaciones de la filosofía de santo Tomás, me miró de soslayo mientras cabeceaba ostensiblemente, para decirme que de dónde salía yo, qué me pensaba que era una clase de BUP (Bachillerato Unificado Polivalente) y varios comentarios que podían resumirse: "ya tenemos aquí a otro pardillo, ignorante, que además presume de que le gusta lo que todavía no ha probado". Me aconsejó que me estudiara a fondo el programa de cada nivel que impartiría, que explicara tema por tema y les pusiera los deberes que había al final de cada unidad. Con "dominar la materia" y algunas técnicas para mantener a la clase "a raya", es más que suficiente para que no "te coman los leones antes de Navidad". Debo entrecomillar lo que recuerdo como expresiones textuales de aquel presunto filósofo. Sí, ya entonces se llamaba vocación a lo que yo sentía, una inclinación natural hacia la docencia. Me gustó echar una mano en la escuela cuando había que tomar la lección a los más pequeños. Por eso estudié Magisterio y después Filosofía, porque estaba convencido entonces y más aún hoy, de aquello que aseguró Kant: "no es posible enseñar filosofía sino a filosofar". Pronto, aquel energúmeno de la educación, que tan edificantes consejos me daba, se dio cuenta de que mis clases funcionaban, que los alumnos no daban guerra, apenas faltaban y no había necesitado más de su burda ayuda. Él siguió intentando enseñar filosofía.

Toda persona que desempeña una profesión de forma vocacional se siente emocionalmente concernida por los resultados de su tarea. El buen profesor se replanteará su metodología, su programación o cualquier otro aspecto del proceso educativo, cuando algún niño o niña no alcanza los objetivos planteados. Los médicos y demás personal sanitario, evalúan los resultados de terapias o tratamientos prescritos a sus pacientes y cualquier profesional responsable somete a control y valoración los resultados derivados de su actividad laboral. De ahí que me pregunte a menudo por esta sana práctica en la clase política española. No veo que la ejecuten con frecuencia. No recuerdo apenas casos de petición de disculpas por haberse equivocado, no suelen reconocer errores y casi nunca dimiten, solo si la justicia les obliga. ¿Qué pasa? ¿No tienen vocación? ¿Les han obligado a trabajar de políticos?

Desde luego, la mayoría de los miembros del gobierno parecen desempeñar su función a la fuerza, siempre con gesto adusto, el entrecejo fruncido y con declaraciones cargadas de gravedad y temores. Si tuvieran vocación de servicio público, si disfrutaran con su tarea y se lo pasaran bien en su trabajo político, no tratarían de amargarnos la vida con sus mentiras y miserias. Oírles hablar de la amenaza de los radicales izquierdistas de Podemos, da risa y asco al mismo tiempo. Escuchar con qué desparpajo miente el jovencito del PP, Pablo Casado, sobre la violencia en las calles de Grecia, da grima. Este es uno de los modelos de la regeneración democrática de los populares, el otro es Maíllo, imputado por la gestión de Caja España y representante conspicuo del neocaciquismo zamorano.

Por cierto, ¿se han preguntado por la vocación de senador de Óscar López o de Juan José Lucas? Acaban de ser elegidos por las Cortes de Castilla y León, a propuesta de socialistas y populares. Lucas lleva varias legislaturas en ese aparcamiento para "depredadores" de fondos públicos, aunque hayan perdido su propia dentadura ya se han pagado otra postiza, no tienen problemas para seguir engullendo miles de euros mensuales. De Óscar López, en esta región lo hemos visto todo y nada bueno. Es el fracasado con más vocación que se ha conocido. Lo suyo es una propensión natural a la derrota, sea la contienda que sea, él siempre pierde y, claro, también el PSOE. Lo último ha sido lo de director de la campaña de Gabilondo a la comunidad de Madrid. Parecía posible que este candidato de prestigio y preparación demostrada ganara las elecciones. Pues no, con Óscar López por medio es imposible. ¿Quién impondría a este inútil cenizo para tarea tan delicada? Creo que en el Senado podrá romper pocas cosas; eso sí, sus amigos, "los fontaneros de Ferraz", le van a poner donde más se gane. Esa es su vocación. Parece claro que el cemento que une a las personas es la confianza esa que tiene el enfermo en su médico o el niño en su maestra, la confianza que no tienen los ciudadanos en los políticos del bipartidismo.

Hay un factor que se da siempre en la actitud del trabajador vocacional, la seducción (en el sentido de persuadir y atraer hacia una opinión). El profesor seduce a sus alumnos y el milagro del aprendizaje se produce de modo natural. Vuelvo a recordar al maestro del relato "La lengua de las mariposas" de Manuel Rivas. El doctor hace lo propio con su atribulado paciente y este empieza a sentirse mejor y a generar las defensas para vencer la enfermedad, lo mismo que el pastor reconforta espiritualmente a los miembros de su comunidad religiosa.

Recordarán aquel político que seducía incluso, a los que decían ser sus contrarios. Hablo de Felipe González. Su carisma y sencillez le dieron la confianza de la mayoría de los españoles en tres elecciones generales. En los últimos años ha dilapidado su legado, se ha convertido en un monigote al servicio de grandes corporaciones, como Gas Natural, o de operaciones viscosas en Venezuela y otros enclaves latinoamericanos.

Parece claro que el cemento que une a las personas es la confianza, esa que tiene el enfermo en su médico o el niño en su maestra, esa que ya no tienen los ciudadanos en sus políticos.

Ahora entiendo mejor a Manuela Carmena y a Pablo Iglesias cuando hablan de seducir a los ciudadanos, mejor acudir a votar seducidos que atemorizados.