Las tácticas negociadoras de que han hecho gala los países de la Eurozona con su miembro más débil, Grecia, calificadas por algunos de "brutales", hacen que muchos en la izquierda británica se replanteen su defensa de una UE dominada por Alemania.

Owen Jones, conocido columnista británico y autor del libro, traducido al castellano, "Chavs, la demonización de la clase obrera" (Ed. Capital Swing), ha escrito un artículo muy crítico en el que insta a los laboristas a colocar ese tema en su agenda política con vistas al próximo referéndum sobre la permanencia del país en la UE.

Jones cita en él a varios intelectuales de izquierdas que no ocultan su decepción por el rumbo que ha tomado la Unión Europea bajo la cada vez más asfixiante hegemonía alemana.

"Todo lo bueno que tenía la UE está en retirada y todo lo malo se ha desbocado", comenta, por ejemplo, George Monbiot, columnista del diario The Guardian y autor de varios libros sobre sociedad y economía. Para Monbiot, "Grecia es el último campo de batalla en la guerra de la elite financiera contra la democracia".

Otra conocida columnista, esta del diario The Times, además de autora de libros feministas, Caitlin Moran, confiesa haber sido proeuropea toda su vida, pero reconoce que mantener esa actitud le resulta cada vez más difícil a la vista de cómo ha tratado Alemania a Grecia.

Nick Cohen, articulista de diversas publicaciones, entre ellas el dominical The Observer, y crítico acerbo de la Tercera Vía del ex primer ministro laborista Tony Blair, hoy bien remunerado asesor de empresas, fondos de inversión y gobernantes poco recomendables, escribe que algo hay de verdad en la consideración de la UE como "una institución cruel, fanática y estúpida".

Y es que si para la izquierda española, la griega y otros países salidos de una dictadura, la Unión Europea significó en su día un importante impulso a la vez democratizador y modernizador, muchos laboristas vieron también en ella la oportunidad de liberarse de las políticas profundamente antisociales de la primera ministra conservadora Margaret Thatcher.

En un primer momento, la izquierda laborista consideró que la pertenencia al club de Bruselas obligaría al Gobierno británico, cualquiera que fuera su color, a adoptar finalmente una legislación progresista en materia de derechos laborales o derechos humanos.

Sin embargo, poco a poco esa visión idealista se fue disipando conforme ganó peso Alemania, y ese país al que había combatido dos veces en el siglo XX el pueblo británico y del que siempre desconfió, volvió a mostrárseles como el hegemón implacable, dispuesto ahora a arrollar a sus vecinos con la fuerza de su economía.

Como ha escrito el comentarista político Janan Ganesh, en el Banco Central Europeo muchos laboristas ven ahora solo aspectos negativos: "en el Banco Central Europeo, a monetaristas de extremado celo; en el mercado único, reglas sobre ayudas estatales que prohíben el activismo industrial, y en el libre movimiento de trabajadores, la llegada de inmigrantes de baja cualificación que trastornan a la clase obrera nativa".

Esa misma clase obrera que está abandonando al Partido Laborista y escucha cada vez más los patrióticos cantos de sirena del eurófobo UKIP (el Partido de la Independencia del Reino Unido).

Los más proeuropeos dentro del laborismo, gentes como el ex primer ministro Gordon Brown, el exministro de Hacienda Alistair Darling, o el exministro para Escocia de Blair, Douglas Alexander, están ya fuera del Parlamento, unos por jubilación, otros tras la derrota sufrida en las últimas elecciones.

Y mientras tanto, quienes se molestan en informarse de lo que sucede en Bruselas, ven cómo, por ejemplo, en el caso de Grecia, los sucesivos rescates no sirvieron para ayudar a los griegos, ni siquiera para modernizar su economía, sino sobre todo para ayudar a los bancos alemanes y franceses a recuperar el dinero prestado a ese país.

Y ven también cómo el euro, moneda a la que nunca quiso sumarse el Reino Unido, siempre celoso de su libra esterlina, ha servido sobre todo para afianzar a Alemania como primera potencia exportadora en perjuicio de todos sus socios, incapaces de competir en igualdad de condiciones con la locomotora europea.

Pero teme la izquierda laborista sobre todo que con la firma del Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones, negociado durante meses en secreto por Washington y Bruselas y sometido al fuerte cabildeo de las multinacionales y las finanzas, se vaya a facilitarles todavía más el camino a quienes quieren abrir más a la competencia, privatizándolos, servicios que eran hasta ahora públicos.