E1 Duero está ahí, plácido y silencioso, como si quisiera pasar totalmente desapercibido. Su rumor cuando salta las zudas es música suave y atractiva que solo de vez en cuando eleva el tono como si quisiera avisar del cambio de ritmo. Sin el río la ciudad no existiría y esa denominación del Padre Duero es la calificación más acertada que ha podido dársele. Sus orillas están cargadas de historia, de nobles piedras.

El río ha sido siempre el alma de Zamora, ciudad que se mete en el agua para sondear las corrientes tranquilas, las junqueras. Ahí están todavía, orgullosas las aceñas, o sus restos, que recuerdan un pasado más brillante.

Las aceñas son los testimonios silenciosos y olvidados de un pasado que todavía respira, aunque ya de forma muy entrecortada. Las aceñas del Duero siguen siendo señas de identidad, símbolos de otro tiempo cuando la vida pasaba más despacio y la industria estaba ligada al sector primario, al campo.

Si hablamos de números nos quedaríamos perplejos. Por ejemplo, podemos preguntar por los millones de kilovatios que pasan a lo largo del año por las tranquilas aguas del Duero. El dato nos asustaría.

Pero el Duero tiene la magia de lo eterno. Ahí sigue el sonido de los grillos en las aceñas, herencia de aquellos que llegaban hace años en los carros cargados de grano. Las aceñas están vivas y siguen esperando a que alguien quiera ponerlas en marcha como motor de desarrollo.

Soñar mirando al Duero es, además de un encanto, una lección de primerísima categoría. Es como si el pasado no se hubiese ido, pero también es contemplar el futuro. Ver más allá del agua es ver la vida.